jueves, 16 de abril de 2009

- CONFUSION -






El pecado de confundir el Gobierno con el Estado


Pies de barro




Natalio R. Botana
Para LA NACION
Noticias de Opinión



En varias oportunidades, mediante la expresión "pies de barro", hemos aludido a un equívoco que recorre nuestra política en son de alarma. Con mayor o menor intensidad, los gobernantes buscan montar un gobierno de carácter hegemónico, centrado en el papel sobresaliente del Poder Ejecutivo Nacional, y dotado de los instrumentos necesarios para persistir en ese intento y someter bajo su férula a la oposición.

Es un sueño, provocado por tradiciones políticas del pasado, que tiene la particularidad de convertirse en pesadilla cuando una realidad inclemente despierta a los gobernantes y los enfrenta con la posibilidad de la derrota. Entonces se rasga el velo sobre otro aspecto de este equívoco, porque la paradoja de la hegemonía consiste en que, pretendiendo ser fuertes de la mano de este método de construcción de poder, esos gobernantes están al mismo tiempo fraguando su propia debilidad.

Si bien es una de las fuentes de nuestro atraso institucional, esta operación obedece asimismo a las malformaciones del régimen político de los partidos. Inclinados a la participación directa, los grupos sociales no han encontrado aún el cauce capaz de orientar esos vigorosos reclamos en políticas públicas duraderas. En esto debería consistir el papel protagónico de un deseable sistema de partidos, todavía en formación luego de un cuarto de siglo de democracia.

Por otra parte, la hegemonía que practicamos sin jamás consumarla significa un abultado desperdicio de recursos debido al hecho de que está guiada más por la pasión de poder que por la razón pública aplicada a resolver problemas en conjunto y, por ende, a superar obstáculos. Pecaría de inocente quien negase el rol de las pasiones y las ambiciones en la política, pero incurriría en un error tanto o más dañino quien dejase de lado la exigencia de poner en marcha un orden capaz de albergar a todos, amigos y adversarios, merced a una visión positiva que, ante todo, atienda a la injusticia de las desigualdades.

Esta empresa no la puede llevar a cabo un solo partido por más intenciones hegemónicas que tenga; tendría que ser, al contrario, una tarea común. A las epidemias que han reaparecido como síntoma de nuestra incompetencia no las combate ocasionalmente un gobierno; debería enfrentarlas una consecuente política de Estado en materia de salud. De tanto machacar sobre la hegemonía -segunda paradoja- no sólo se ha debilitado un Gobierno; también se han erosionado las políticas públicas del Estado, por haber confundido a éste con aquél.

Cuando la estantería parece derrumbarse, se echa mano a las invenciones más disparatadas como consecuencia de la desesperación que provocan estos rápidos desmoronamientos. Estas invenciones no son patrimonio exclusivo de este gobierno; son más bien producto de un régimen representativo que insiste en jugar con los cargos institucionales como si fuesen piezas intercambiables.

En estos días, esa calesita de candidatos sirve de justificación al oficialismo para impulsar, en la provincia de Buenos Aires, la peregrina idea de las "candidaturas testimoniales". Con estos tanteos el Gobierno redobla su apuesta. Si se adelanta una elección en la ciudad de Buenos Aires, entonces se adelantan los comicios en el país; si a los candidatos se los mueve de un lado a otro, entonces se postula llegar al extremo, por cierto inconcebible en la práctica de cualquier sensato ordenamiento constitucional, de convertir a un gobernador en candidato a diputado y a los intendentes en candidatos a concejales para que todos renuncien una vez electos.

Así va cobrando forma el perfil de una hegemonía guiada por la desmesura. Pero esta carencia de templanza, en el sentido clásico del término (hacer que los apetitos estén sujetos a la razón), responde asimismo a la necesidad de blindar una fortaleza en tanto punto decisivo de la batalla electoral. Una fortaleza -se entiende- muy poderosa en cuanto al número de votos atrincherados en ella que, no obstante, revela el fenómeno del achicamiento a que está sometido el kirchnerismo. En rigor, los cuestionamientos a la hegemonía se están trasladando desde la periferia del régimen federal hacia el centro de la megalópolis bonaerense.

Estos desgranamientos están vinculados con el cambio de piel del peronismo disidente y también con el nuevo mapa de la burguesía de origen rural. Desde Santa Fe y Córdoba hasta Mendoza, la ciudad de Buenos Aires y el interior bonaerense, estas controversias están diseñando el cuadro de una hegemonía acantonada en el espacio del segundo cordón del Gran Buenos Aires y en un conjunto de pequeñas provincias -La Rioja, Santa Cruz, Formosa, entre otras- que la ley electoral sobrerrepresenta para elegir diputados nacionales.

Este modesto contorno puede asistir con victorias contundentes a la masa de votos concentrada en un perímetro urbano que va desde Tigre hasta Berazategui, pasando por La Matanza, pero se trata, al cabo, de una asistencia simbólica de cara a los casi siete millones y medio de habitantes de semejante conglomerado.

No faltarán voces que pregonen la incongruencia de ese electorado, sometido a la ignorancia y la miseria, con el ejercicio consciente de la ciudadanía democrática. Es un error que no toma en cuenta el efecto del derrame electoral de las inversiones en infraestructura que allí se están realizando. Esta hipotética elección racional del electorado es tributaria del uso arbitrario de esas inversiones por parte del Gobierno. La reacción generalizada que, por ejemplo, se advierte en Santa Fe se explica porque la parte correspondiente del producto fiscal de las retenciones, en lugar de volver a sus pueblos y comunas, se desvía para volcarse sobre la población más grande del país.

Los desvíos de fondos y tramoyas de todo tipo están pues a la vista, lo que revelaría, entre tanta tensión, el papel explosivo que nuestro comportamiento político atribuye a las elecciones intermedias.

Suele ocurrir, en efecto, que las elecciones intermedias (recordemos los años 1987 y 2001) sean el preámbulo de crisis mayores. Además, el asunto se agrava debido al condimento hegemónico y al frenesí plebiscitario que el actual gobierno introduce en esta trama.

¿Se debe, acaso, esta distorsión al régimen presidencialista con comicios intermedios o, más bien, a la deficiente cultura cívica que lo sustenta? Posiblemente se trate de una combinación de ambos. Hay regímenes presidenciales sin elecciones intermedias que funcionan razonablemente bien, como en Uruguay, y hay regímenes parlamentarios que afrontan serias dificultades, como las que se advierten en la recientes democracias de Europa del Este (y, volviendo atrás en el pasado, en la IV República Francesa, entre 1947 y 1958, o en la República de Weimar, en Alemania, entre 1919 y 1933).

Cualquier régimen respetable resulta de la prudente combinación de valores, instituciones y conductas. En ello radica la virtud de una fórmula mixta. En 1994 creímos que con la reforma constitucional resolvíamos el problema introduciendo en el presidencialismo elementos parlamentarios a través de la figura del jefe de Gabinete, y al fin de cuentas, en el curso de tres lustros, terminamos acentuando los rasgos del hiperpresidencialismo. No hay, al respecto, nada definitivo, pero sería conveniente que al menos practicásemos correctamente la Constitución que tenemos.

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