sábado, 4 de abril de 2009

- INGOBERNABILIDAD -




La Argentina y la ingobernabilidad



Juan Gabriel Tokatlian
Para LA NACION
Noticias de Opinión



Desde hace varias décadas la ciencia política introdujo un concepto clave: la gobernabilidad, para la comprensión del sistema político y su interrelación con el sistema social, así como para entender el vínculo entre la estructura de autoridad y el régimen institucional. El desarrollo del concepto planteó una precisión más específica: la gobernabilidad democrática, que apuntó a explicitar qué conjunto de condiciones -la legitimidad, la eficacia, la eficiencia y la estabilidad- facilita la acción de gobierno.

Con el concepto de gobernabilidad, distintos análisis en diferentes países han apuntado a evaluar y explicar de qué modo se gesta, avanza y se consolida el buen gobierno en el marco de la democracia. La atención se ha centrado en observar e interpretar cuándo y a través de qué mecanismos y actores se incrementa y prospera una mejor gobernabilidad.

Aunque son escasos los trabajos que ubican el acento en la contracara de este concepto (es decir, en la ingobernabilidad), hay uno del politicólogo estadounidense Philippe C. Schmitter, quien, en 1988, estableció cuatro características para identificar una situación de ingobernabilidad. Primero, la indisciplina que se manifiesta cuando algunos ciudadanos intentan "influir en las decisiones públicas por métodos violentos, ilegales o anómalos"; segundo, la inestabilidad expresada por el fracaso de la élite "para conservar sus posiciones de dominación"; tercero, la ineficacia, que implica la incapacidad de los políticos y burócratas "para alcanzar los objetivos deseados, emanados de la autoridad del Estado". Y finalmente, la ilegalidad, que proviene del hecho de que actores con gran poder corporativo logran "evadir restricciones legales y constitucionales en búsqueda de ventajas e, incluso, de sus propia supervivencia".

Con este apoyo conceptual es esencial preguntarnos por el estado de la acción de gobierno en la Argentina. Es posible reconocer algunos avances en el sendero de la gobernabilidad democrática en los últimos 25 años, por ejemplo el consenso en torno de los derechos humanos. Fue la presidencia de Raúl Alfonsín la que asumió el desafío de instalar y defender una política pública vigorosa en torno a ellos y sus sucesores convirtieron, de hecho, la cuestión de los derechos humanos en una política de Estado.

Sin embargo, en muchos otros frentes la ingobernabilidad es cada vez más evidente. La indisciplina se ha generalizado; no se trata ya de actores sociales sin atributos de poder que buscan incidir por medio de métodos anómalos, como el piquete, sino que agentes influyentes en el nivel local (ambientalistas en Entre Ríos, latifundistas en la pampa húmeda, familias de clase media en Buenos Aires) recurren a prácticas de fuerza, sin respetar la ley, para salvaguardar sus intereses sectoriales.

La inestabilidad se expresa en los avatares políticos y económicos que, desde los años 70, han derivado en un contexto en que las clases dirigentes tradicionales han perdido la aptitud para orientar hegemónicamente al país y actores sustitutos no alcanzan a construir un proyecto alternativo, cohesivo, moderno y estratégico. No se ha recreado una nueva burguesía nacional, sino que prolifera un capitalismo rentista, predatorio y de amiguismo alentado desde el Estado y validado, de facto, por la sociedad. La ineficacia muestra signos de desbordamiento: el Estado sigue ausente en amplios espacios territoriales, está cooptado por intereses particulares o procura metas inalcanzables con su actual nivel de inoperancia y corrupción.

Por último, la ilegalidad crece a través del comportamiento de los viejos poseedores de poder corporativo y de los nuevos detentadores de influencia, vinculados con negocios oscuros y prácticas mafiosas: en buena medida, una porción importante de los actores poderosos busca eludir el imperio de la ley y opera con una perspectiva de corto plazo para acrecentar su beneficio. Con el tiempo, y como ha sucedido en países afectados por el auge del crimen organizado, se podría crear una simbiosis indistinguible entre los que lucran con recursos lícitos y los que lo hacen con ilícitos.

En esa dirección, es indispensable gestar una coalición sociopolítica e institucional que revierta el proceso de degradación en la acción de gobierno y tenga como horizonte vital una gobernabilidad democrática más plena. La crisis internacional, que ya es nacional y que genera inmensos retos, puede contribuir a ahondar la ingobernabilidad o a producir un cimbronazo que contribuya a que los actores domésticos emprendan el largo y complejo sendero hacia un buen gobierno. En todo caso, la construcción de una gobernabilidad positiva o el ingreso a una ingobernabilidad descontrolada son procesos sociales y políticos que dependen de los propios argentinos.

La buena o la mala gobernabilidad es un asunto del Estado y de la sociedad.

El autor es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.

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