La inflación en la irrealidad política
Moreno, el chico de la bicicleta
Beatriz Sarlo
Para LA NACION
Noticias de OpiniónUn clásico del ensayo nacional en el siglo XX es El medio pelo en la sociedad argentina . Arturo Jauretche no sólo era conocidísimo cuando apareció el libro, sino que la década del 60 fue su gran momento. El medio pelo tuvo tres ediciones en 1966, aunque en los despachos la censura no cabeceara distraída. Como recuerdo, tengo el de haber provocado que Radio Municipal levantara el programa del Instituto Torcuato Di Tella, precisamente porque lo entrevisté a Jauretche.
Cuanto más lejos parecía el peronismo de su regreso triunfal en 1973, tanto más influyentes eran sus intelectuales, que no encontraban en ninguna doctrina oficial peronista un obstáculo para levantar la barroca arquitectura de un movimiento, cuyo dirigente máximo, exiliado en España, debía aceptar más o menos a todo el mundo: aquellos cuyo prestigio se había forjado en la Resistencia, y también los intelectuales que lo habían seguido desde el principio, pero a quienes Perón siempre consideró con una desconfianza circunspecta, como a compañeros que, por alguna causa, no eran plenamente del mismo palo.
Ese peronismo "teórico", en sus diversas variantes, florece en los años 60 e incluso conquista bastiones universitarios. Para usar las categorías de Jauretche: poco a poco, y de manera torrencial, a comienzos de los 70 el "medio pelo" se nacionaliza y se hace peronista. Y a esas capas medias, muy jóvenes, les fascinó encontrar en las indicaciones que proporcionaban Jauretche, Hernández Arregui o Jorge Abelardo Ramos el juicio a sus padres (que no habían entendido el peronismo: gran tema de culpa colectiva durante tres décadas).
Recordando a Jauretche, abrí El medio pelo , un viejo ejemplar de la editorial Peña Lillo, empresa ideológica en cuya Biblioteca de Estudios Americanos se publicó, sin límites a izquierda o derecha, el pensamiento "nacional": Ernesto Palacio, José María Rosa, Rodolfo Puiggrós y los intelectuales que mencioné más arriba. Subrayado hasta la duplicación, mi ejemplar me delata como una lectora fervorosa, a la que un regreso cuarenta años después deja flotando entre esas huellas de la inocencia perdida y la comprobación de que el estilo de Jauretche, irónico y socarrón, forma parte de la mejor tradición criolla de la prosa argentina.
Como sea, no sucedió simplemente eso previsible, sino que el reencuentro con unas páginas de Jauretche produjo una inesperada conexión con el presente. Me atrevo a recomendar la lectura de este par de páginas de Jauretche a los intelectuales del espacio kirchnerista para que refresquen las categorías nacionales de pensamiento, mientras difunden los textos más fashion de Laclau y Zizek, abundantemente citados en las jaculatorias semanales que distribuye por correo electrónico la Red Mujeres con Cristina.
La "Advertencia preliminar" está dedicada a polemizar con alguien que Jauretche no nombra, pero a quienes todos consideran el fundador de la sociología como disciplina académica en la Argentina: Gino Germani, que había formado en la Universidad de Buenos Aires la primera promoción de sociólogos entrenados en investigación por encuestas y en estadística. Jauretche, especialista en burlarse de esos métodos, ofrece divertidos ejemplos de la imposibilidad de confiar en las investigaciones académicas, dibujando pequeñas escenas en bares porteños donde los encuestadores, entre café y café, van llenando sus planillas con las ocurrencias del momento. Los datos así obtenidos tendrían, en el mejor de los casos, una validez "relativa" y, por si esto fuera poco, "existe el uso malicioso de la información para fines políticos y económicos". En este punto, Jauretche intercala un subtítulo: El chico de la bicicleta , en el que dará las pruebas de este último argumento.
Un amigo suyo había descubierto, en 1927, que la información de los diarios sobre precios internacionales de los productos agropecuarios no provenía de ninguna fuente objetiva. La cosas habrían sucedido así: el jefe de redacción enviaba, al "chico de la bicicleta" a Bunge y Born, donde le entregaban una página con las cifras que debían publicarse como si fueran noticias proporcionadas por los cables llegados de los grandes mercados internacionales de granos. A la mañana siguiente, continúa Jauretche, los chacareros indefensos leían los diarios y allí encontraban los precios que el gran comprador, es decir, Bunge y Born, había resuelto pagarles.
La mentira forjada en los escritorios de los compradores monopólicos perjudicaba a quienes confiaban en la prensa para saber dónde estaban parados. Jauretche se refiere a dos aspectos: la invención de datos que pretenden pasar por representaciones más o menos próximas a la realidad, por una parte, y por la otra, la mentira como instrumento de un engaño social de magnitud considerable (miles de pequeños chacareros, víctimas de las maniobras de Bunge y Born).
En estos días, los argentinos nos enteramos, estupefactos pero menos crédulos que los chacareros de Jauretche, de una mentira emitida desde el Gobierno y en nombre de los organismos del Estado: según el Indec la inflación de 2008 no habría superado el 7%. El dato lo inventó el actual chico de la bicicleta, Guillermo Moreno. Lo nuevo es que este chico hizo mucho más que el enviado por los diarios a las oficinas de Bunge y Born: capturó el Indec, les puso un índice a la mentira que resultara agradable a los dueños de la bicicleta, y se fue para Olivos.
Este dato, que el Gobierno ha hecho propio, no sólo es una falsedad puesta de manifiesto por varias fuentes, entre ellas las estadísticas provinciales. Es también una afirmación que ha perdido conexión con la realidad. Y esto es lo que alarma, porque el Gobierno se atreve a mentir, entre otras razones, porque cree que su mentira puede tener algún grado de verosimilitud.
Si lo primero es inmoral e irresponsable, lo segundo indica una especie de doble falla políticamente muy grave: omnipotencia respecto de los efectos de la palabra propia y desprecio por la opinión y la experiencia ajenas. Reconcentrado en sí mismo, Kirchner pasa por alto la realidad en nombre de un realismo político cortoplacista. Y además de cortoplacista, equivocado como realismo.
Las mentiras pueden ser prudentes o imprudentes, según sea su verosimilitud, es decir, su capacidad retórica de convencer. La de Kirchner respecto de los datos de la inflación indica que se siente desligado de un principio de verosimilitud y que, por lo tanto, puede decir cualquier cosa, ya que el chico de la bicicleta le traerá las páginas con las cifras que él desea. Confía, además, en una memoria corta, deteriorada; apuesta a que los más perjudicados por la mentira (los pobres que no aparecen como pobres en las estadísticas, por ejemplo) no se ocupen de estas cuestiones porque la miseria es siempre una pérdida de ciudadanía. Se entrega a la manipulación no simplemente de las cifras, sino de las personas.
Ignoro si Kirchner va a pagar con un cercano castigo electoral este gesto de omnipotencia política. Saberlo equivaldría a tener una hipótesis precisa sobre el estado actual de la opinión pública, no simplemente cuáles son los "temas" que interesan a "la gente", sino cuáles pueden ser los tópicos que, en el transcurso de un año de elecciones, tomen importancia para los votantes más difíciles de captar en las encuestas y más sometidos al clientelismo. De todos modos, si Kirchner no recibiera la condena política por el engaño desvergonzado y la incuria con la que permitió que su chico de la bicicleta destruyera un organismo del Estado, si todo se olvida mañana, la mentira del Gobierno no debería recibir solamente una sanción moral. Es una mentira política: se ha ocultado deliberadamente una realidad, que Cristina Kirchner manifestó hace unos meses su voluntad de modificar. No pudo hacerlo, como no pudo hacer casi nada de lo que se había preparado para hacer.
La mentira de Kirchner se convirtió en una marca del segundo período presidencial, y las cifras falsas de la inflación vinieron a mostrar que las promesas de mayor institucionalidad y transparencia que se pronunciaron para las elecciones de 2007 fueron un desvaído sueño electoral, una decoración efímera de la cara arbitraria del poder.
Según Jauretche, las cifras que Bunge y Born transmitía a los chacareros favorecían claramente los intereses de los grandes compradores de granos. Eran una falsedad, pero exitosa, cualidad que todavía no ha demostrado la mentira de Kirchner, que no sólo es soberbia y despectiva, sino también dañina por su potencial destructivo. Las cifras de Moreno tienen una gravedad incomparable porque las emite el Gobierno en nombre de un organismo del Estado.
Jauretche escribió también un Manual de zonceras argentinas; a sus páginas debería agregarse esta última: mentir es mala política, un acto de viveza, no de inteligencia. La mentira del Gobierno alcanzó la intensa cima de un voluntarismo personalizado. El corto plazo consume todo, como si fuera una hoguera.