lunes, 17 de noviembre de 2008

- LA OTAN -




La OTAN pierde sentido

Carlos Escude
Para LA NACION
Noticias de Opinión



Cuando el 2 de octubre la canciller alemana, Angela Merkel, se reunió con el presidente ruso, Dmitri Medvedev, las agencias de inteligencia del mundo apuntaron sus radares hacia San Petersburgo en busca de alguna clave del futuro. Eran varios los temas por tratar, ente ellos la enojosa cuestión de la intervención rusa en Georgia, pero los desvelos se centraban en una propuesta rusa, presentada en junio en Berlín, de un pacto de seguridad entre Europa y Moscú por fuera de la OTAN, llamado por algunos Helsinki II.

La preocupación es fundamentada. Alemania hubiera sido el campo de batalla si la Guerra Fría se hubiese convertido en caliente. Entre 1945 y 1992, padeció las más graves amenazas del planeta. Desde entonces, gozó de mucha más seguridad. Sin la menor duda, prefiere su condición actual y no quiere ser arrastrada a una nueva guerra fría.

Por lo tanto, como observó el conocido analista norteamericano George Friedman, habría llegado el momento para reexaminar su alianza con Estados Unidos y el sentido mismo de la OTAN.

Este razonamiento fue reforzado cuando, en su conferencia de prensa posterior a la reunión de San Petersburgo, Merkel dijo que su país objeta la incorporación de Georgia y Ucrania a la alianza atlántica. La postura no es nueva. Ya se había manifestado en la cumbre de Bucarest del 3 de abril de este año, donde la propuesta fue objetada también por el presidente francés, Nicolas Sarkozy.

Por cierto, Francia no está ausente de las deliberaciones para la construcción de un nuevo orden de seguridad europeo que ponga coto a la OTAN.

El 8 de octubre, Medvedev y Sarkozy se reunieron en Evian para analizarlo. Según Deustche Welle , el francés declaró: "Estamos dispuestos a discutir con los rusos, porque la seguridad, en Europa y más allá, es un bien común". Por su parte, Medvedev comentó que aunque el Pacto de Varsovia desapareció hace veinte años, continúa la ampliación de la OTAN. "Naturalmente, vemos estas acciones dirigidas contra nosotros", dijo.

Estos sucesos ilustran la actual crisis de la Alianza. A la OTAN le resultó muy difícil llegar a un consenso acerca de qué vocablo usar para calificar la invasión rusa de Georgia del 8 de agosto. El 19 de ese mes, el Spiegel informó que la OTAN estaba tan dividida como en tiempos del asalto norteamericano a Irak, en 2003, cuando se recurrió a una coalición ad hoc porque no hubo acuerdo.

Después de los hechos de agosto, Estados Unidos, Polonia y la República Checa propiciaron un "mensaje fuerte" a Rusia, incluso con despliegue de las tropas de respuesta de la OTAN, invitadas por el gobierno de Georgia. Los norteamericanos llegaron a barajar la posibilidad de disolver el Consejo Rusia-OTAN, creado en 2002 para discutir las consecuencias de la expansión de la Alianza hasta las fronteras rusas.

Pero desde el otro bando, liderado por Berlín y París, se argumentó que en las circunstancias actuales Moscú no debía ser amenazada. El embajador francés ante la OTAN afirmó taxativamente: "No puede haber una solución pacífica sin Rusia, ese enorme vecino de la Unión Europea". El resultado fue que, dados los mecanismos de consenso de la Alianza, la intervención rusa en Georgia sólo pudo ser tildada de "desproporcionada".

En verdad, vivimos un momento en que no existe fuerza militar terrestre capaz de disuadir a los rusos de maniobrar según su conveniencia en su periferia. Desde larga data, los europeos han permitido la atrofia de sus fuerzas armadas, y desde 2003 los norteamericanos están atados a Irak y Afganistán. Pero aunque ése no fuera el caso, la OTAN carece del consenso necesario para funcionar. Ya no tiene un objetivo común. Aunque todavía esté lejano, es posible imaginar un mundo sin ella.

Por otra parte, obsérvese que las reuniones de Merkel y Sarkozy con Medvedev coincidieron con el desencadenamiento, en Estados Unidos, de la crisis financiera global. Por cierto, el 11 de octubre se producía la reunión del G-7 en Washington para discutir las respuestas al colapso. Era lo que faltaba para poner a prueba las instituciones multilaterales que han venido forjándose en el mundo desde 1945.

De ese encuentro surgió que, frente a la crisis, las potencias del G-7 cooperarán, pero sin acción unificada. Esta limitación no sólo se aplica a las diferentes respuestas de Estados Unidos y Europa, sino también a las de los europeos mismos, que no pudieron concertar medidas entre ellos.

Las carencias de la Unión Europea se observaron a simple vista. Hay un Banco Central Europeo, pero cada país tiene su propio ministerio de finanzas, sujeto a su propia política interna. Por lo tanto, la autoridad monetaria europea no puede ejercer todas las funciones del banco central de un estado individual. En una crisis como la actual, la Unión se resquebraja, reduciéndose a sus partes constituyentes.

Pero no sólo se fragmenta el orden institucional que empezó a construirse en 1945. También comienzan a desdibujarse los cambios que parecieron introducirse en el sistema interestatal con los ataques terroristas de 2001.

A partir de aquel fatídico 11 de septiembre, se creyó que el clima político-militar del mundo ya no estaría forjado principalmente por las relaciones entre estados, sino por las disrupciones reales y potenciales provocadas por organizaciones terroristas transnacionales. Pero de repente, todo eso pasó a segundo plano. Lo que recobró fuerza fue el orden westfaliano de los estados-naciones.

Este orden nuevo, pero antiguo, viene acoplado a grandes incógnitas. Lo que no es cuestionable es la supervivencia, por mucho tiempo, del gran poder norteamericano. Con más de un cuarto del producto bruto mundial y un presupuesto militar equivalente a lo que gasta el resto del mundo, Estados Unidos seguirá siendo el factor más importante de la política internacional. Lo que se desconoce es qué cambios, si alguno, introducirá Barack Obama a la geoestrategia de su país. ¿Seguirá intentando cercar militarmente a Rusia, o auspiciará un cambio fundamental en los objetivos de la OTAN? Si así lo quisiera, ¿podría hacerlo?

La otra gran incógnita es cuál será la medida del poder ruso en el nuevo escenario. Moscú ya está sufriendo por la caída de los precios del petróleo. Pero tiene la suerte de que su principal arma geopolítica es el gas natural, cuyo precio depende del vendedor en el corto plazo, porque su distribución a través de gasoductos es muy poco flexible.

Rusia es el mayor exportador mundial y el principal proveedor de Europa de ese combustible, y está dispuesta a usar su poder de fijación de precios. Por cierto, desde Kiev, los medios especializados en hidrocarburos informan que Moscú anunció que en 2009 subirá el precio. A la vez, desde Bucarest, la empresa alemana E.ON Gaz estima que éste trepará de los US$ 420 actuales, a la friolera de US$ 600 por mil metros cúbicos.

Por lo demás, Rusia se ve favorecida porque las reservas que acumuló mientras el precio del petróleo estuvo alto llegan a unos 650.000 millones de dólares, frente a una deuda externa de 400.000 millones. Más aún: el poder de su Estado se ha potenciado, porque al producirse el derrumbe bursátil del 16 de septiembre, el Kremlin obligó a los llamados oligarcas a comprar acciones de sus propias empresas y de bancos que colapsaban. Según las cifras de la agencia de inteligencia privada Stratfor, los veinte hombres más ricos de Rusia fueron obligados a inyectar 188.400 millones de dólares en el sistema, quedándose casi sin activos líquidos. El Estado, con sus importantes reservas, se convertirá en la única fuente de crédito del país, recuperando en lo financiero el poder interno omnímodo que tenía en tiempos soviéticos. Esto le abre el camino para aventuras geopolíticas interesantes.

Claramente, nuestro mundo se encuentra en un inquietante punto de inflexión. ¿Se forjará una alianza entre el Kremlin y Europa? ¿Persistirá Estados Unidos en asediar a Rusia? ¿Sobrevivirá la OTAN? No lo sabemos, pero todo indica que despunta una nueva era.

El autor es licenciado en Sociología (UCA) y doctor en Ciencias Políticas (Universidad de Yale).

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