domingo, 1 de junio de 2008

- MEMORIAS -




Pequeño diario de un gran hombre


Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION



En muy pocas ocasiones es posible contemplar, a plena luz, los desgarramientos de una conciencia intelectual sin disimulos ni poses: voces que surgen desde lo más hondo esforzándose por explicar lo inexpresable, por revelar los pensamientos más dolorosos, por verter los llantos que a nadie se pueden mostrar. El diario íntimo de Angel Rama, que acaba de publicar Ediciones El Andariego, ve la luz veinticinco años después de la muerte de su autor en un accidente aéreo cerca del aeropuerto de Barajas, en el que también perecieron su esposa, Marta Traba –novelista y crítica de arte–, y los novelistas Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia. La última línea del diario se detiene meses antes, en abril de 1983, con una frase de esperanza: “El pasado empieza a pesar menos”.

Rama murió a los 57 años cuando había escrito un libro que haría época en los estudios latinoamericanos, La ciudad letrada, después de ganar celebridad en todos los congresos y las conferencias sobre literatura por sus discusiones ácidas e implacables con otro uruguayo brillante como él, Emir Rodríguez Monegal: “Angel, más sociológico y político –como los definió Mario Vargas Llosa–; Emir, más literario y académico; aquél, más a la izquierda; éste, más a la derecha” y, sin embargo, ávidos ambos del mismo aliento de libertad, a tal punto que Rama decidió alejarse de la revolución cubana apenas advirtió en ella las primeras señales de dogmatismo.

En la Universidad de Maryland –donde junto con el gran José Emilio Pacheco ocupé su cátedra desde enero de 1984: hacíamos falta dos para un vacío tan amplio–, los discípulos de Rama, con los cuales había creado él un diálogo fértil que no ha cesado, solían decir que Angel y Emir, como los teólogos de Borges, seguían enzarzados en una discusión que duraría toda la eternidad y en la que siempre saldrían igualados.

En el Diario, Angel revela que, a pesar de su talento inmenso –o acaso porque ese talento era intolerable para otros–, nunca pudo hacer pie en parte alguna: los contratos de trabajo le duraban seis meses o un año, y la angustia de saber qué le sucedería después, dónde llevar los libros y los muebles, era una espina permanente en el espíritu.

Cuando al fin encontró la paz, con un cargo como profesor titular con permanencia en Maryland, dos años antes de que la muerte saliera a su encuentro, le fue negado el derecho a residir en los Estados Unidos por una ley absurda de los tiempos del senador Joe McCarthy –la ley McCarran-Walter, que lo condenaba como “subversivo comunista”, sin el menor derecho a defenderse–, por acusaciones infundadas y viscerales de intelectuales a los que él mismo había protegido y ayudado, como Reinaldo Arenas, del que rescató en Cuba su primera novela y se la llevó clandestinamente a Montevideo, donde la publicó y la promovió.

En el Diario jamás se queja de esas bajezas. Los apuntes abundan en comentarios lúcidos y claramente no destinados a la publicación sobre Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez.

El catálogo de sus angustias incluye diez puntos, todos los cuales comienzan con la palabra inseguridad: falta de certezas sobre los proyectos, los trabajos, las enfermedades que de pronto se encarnizan en Marta, sobre el pasaporte que le niega la dictadura uruguaya –convirtiéndolo en un apátrida–, sobre los ensayos literarios que no ha podido terminar, sobre la xenofobia que le muerde los talones en Venezuela y lo priva de la columna fija que escribía en el diario El Nacional.

Hay en esa lista de incertidumbres una pregunta cuyo eco de angustia aún resuena a la vuelta de los años: “Si no hay empleo para enero (faltan menos de tres meses), ¿dónde ir? Trasladarnos a Bogotá parecería la única salida, visto que allí tendríamos casa, y siempre algún trabajo se conseguiría. O irse a España, a la aventura”.

Esa declaración de desamparo en uno de los pensadores de estatura superior en América latina define bien las mezquindades de la época (octubre de 1974) y el precio que debían pagar por su independencia los mejores hijos del continente.

Una de las frases del Diario explica con claridad la hondura de la depresión de Rama. Ha estado con Cortázar dando vueltas por Caracas esa tarde de octubre, luchando contra las vociferaciones del tránsito, las esperas interminables para que se muevan los vehículos, el asalto de los vendedores callejeros, el sol despiadado de la autopista. Entonces escribe: “Deseo de estar en casa tranquilo, bebiendo, leyendo, escribiendo este diario”.

Lo conocí en el invierno austral de 1958, cuando yo era un crítico de cine en estado de aprendizaje y no he olvidado las primeras horas que pasé con él, el esplendor de su carcajada, el interés con que atendía mis comentarios seguramente triviales, como si su interlocutor fuera, en ese momento, la persona más importante del mundo. Bastaba que yo lanzara al aire una palabra para que él, con fruición, la cazase al vuelo y la devolviera envuelta en un ropaje de significados. Para Rama, enseñar y aprender formaban parte de una misma ceremonia dialéctica, y nunca conocí a otra persona que se internara con tanta pasión en las dos aguas a la vez.

Entre 1975 y 1979 lo visité con frecuencia en su departamento de Colinas de Bello Monte, cuando estaba sumido en la magna empresa de la Biblioteca Ayacucho, que debía reunir en doscientos volúmenes las obras imprescindibles de la cultura latinoamericana, incorporando por primera vez los clásicos brasileños, relegados por la cruel brecha de la lengua.

Junto con los libros que escribió, la Biblioteca es su obra más perdurable. Le valió no pocos ataques, recelos y expulsiones en Venezuela, hasta que las zancadillas y las excomuniones lo obligaron a bajar los brazos y a marcharse a otra parte, aunque no sin melancolía.

Lo vi por última vez a fines de 1982, en su departamento de Washington, abrumado por las cajas de una mudanza inminente. Fue poco después de que el Departamento de Inmigración lo forzara a otra estación de su vida nómade, que continuaría en París y luego en el infortunado avión que se desplomó en Caracas. Como siempre, Rama llevaba en alto su inquebrantable humor, su curiosidad por el futuro, el hambre por todas las palabras y todos los sentimientos de este mundo. En alguna parte de aquel día sonaba el Concierto Nº 21 de Mozart.

Los diarios de escritores son un género infrecuente. Algunos los escriben para que se los admire por sus epigramas sagaces, por frases que pretenden la inmortalidad, por la erudición que ostentan. Es el caso de autores como André Gide, que ha dejado en los diarios lo mejor de sí. Otros lo hacen para crear escándalo, sentirse vivos, llamar la atención, o dar rienda suelta a su narcisismo, como Anaïs Nin. Unos pocos para dejar testimonio de su desdicha, como Ana Frank. En Angel Rama el diario era una necesidad de las vísceras, el oxígeno de su inteligencia, la confirmación cotidiana de que la vida merece siempre ser vivida.

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