lunes, 16 de febrero de 2009

- MAYO FRANCES -





Fue el comienzo de una etapa sangrienta


Otra mirada sobre el Mayo Francés


René Balestra
Para LA NACION
Noticias de Opinión


"Abajo la objetividad parlamentaria. ¡No voten más!"

"No hay libertad para los enemigos de la libertad."




José Romero solía repetir, citando a colegas de su especialidad, como Benedetto Croce, que la historia es siempre contemporánea. Porque el que la escribe, cualquiera que sea el período que analice, lo hace desde su hoy. Es decir: la narración siempre tiene lugar desde una época determinada, que es la del autor. Ese autor, a la vez, es una consecuencia de su inmediato pasado y de su tiempo. Significa que su óptica está integrada por elementos que se sumaron a su presente, si el suceso que se estudia es relativamente reciente. Sobre el acontecimiento tiene perspectiva. Esa es una ventaja formidable que permite apreciar la totalidad del objeto. Ortega y Gasset decía, refiriéndose, precisamente, a la perspectiva, que el que de verdad quiere ver una catedral tiene que alejarse de ella, porque si se acerca demasiado lo único que verá será la porosidad de sus piedras.

Nosotros consideramos que eso, la porosidad de sus piedras, es lo único que se ha visto del mayo de 1968 en París. En el siglo XX han tenido muy buena prensa la acción directa, la agitación callejera, la movilización multitudinaria. Bastó y sobró, para ser canonizado, que ese de-sorden enarbolara banderas atractivas. En ese impulso embellecedor entraron filósofos, pensadores, artistas y una inmensa platea mundial que acompañó con fervor, como si se tratara del nacimiento de la felicidad. El anhelo de encontrar el paraíso en la Tierra no es nuevo: es ancestral.

Pero el siglo pasado ha sido el siglo del señuelo, con los resultados que todos tuvimos el horroroso privilegio de comprobar. La desmesura, la inmediatez, incluso el magnicidio, han sido acompañados, aplaudidos, adorados. La humanidad, así parece, atraviesa períodos de exaltación por la exaltación misma. Son épocas en que parecería que todo lo que se quiere está a la vuelta de la esquina, esperándonos. Eso ocurrió con el Mayo Francés.

Pero nosotros tenemos perspectiva: han pasado cuarenta años. El huevo de la serpiente , de Ingmar Bergman, es una excelente película, que narra el origen del nazismo en Alemania. Nos atrevemos a sostener, en un paralelismo, que el Mayo Francés del 68 fue un ensayo general o unas maniobras universales de lo que vino después, en la década del 70: el neofascismo. Totalitario y despreciador de las libertades, como el primero.

Esos jóvenes universitarios de París que encendieron la imaginación de millones en el planeta no eran románticos que anunciaban un nuevo mundo. Eran adelantados útiles de los criminales que vinieron después. Se aburrían con De Gaulle. El ministro de Cultura de su época les parecía monótono. Vale la pena recordar que ocupaba ese cargo, con inmensa solvencia, André Malraux. Pero ellos sentían hastío. La sociedad de la abundancia, como no la había conocido nunca la humanidad hasta entonces, los empalagaba.

Ser joven no significó nunca una garantía de generosidad y altruismo. Suzanne Labin trae en su libro El drama de la democracia este dato: la edad de los que manejaban los hornos crematorios de los campos de concentración nazis iba de los 20 a los 23 años.

Esos estudiantes franceses que ilusionaron a tantos y todavía son adorados por muchos eran incapaces de valorar la dimensión histórica y moral de De Gaulle. Este excelente gobernante había salvado a Francia del suicidio histórico de Vichy y acababa de rescatarla de nuevo con Argelia. Pero ellos, como los primeros fascistas de Mussolini, querían vivir peligrosamente. Protagonizaron lo que Ortega y Gasset había sostenido algunas décadas antes en su libro España invertebrada . Aquello de que hay épocas en que los hombres superiores atraviesan su tiempo ante la mirada indiferente o el escarnio de mayorías corrompidas.

La falta de probidad en ciertos análisis políticos, realizados por sedicentes científicos que pasan mercadería de contrabando, quiere imponer la versión canónica de que el fascismo es sólo una consecuencia residual del capitalismo. Como si en nuestros días nadie tuviera noticias del holocausto de millones de opositores en la Rusia soviética de Stalin o en la Camboya de Pol Pot.

El fascismo es el desprecio a la razón, el repudio a los métodos civilizados, el rechazo al diálogo. Dondequiera que este tríptico impere, hay fascismo. Porque, como reverso, como daguerrotipo, es también una manera de pensar, de sentir y de vivir, como es la democracia. Sólo que por el absurdo.

El fascismo, más que una cultura, es una contracultura. En ese ensayo general de lo que después fue la década del setenta, estaban los protagonistas que más adelante se convirtieron en las Brigadas Rojas de Italia, en las bandas criminales de Alemania o engrosando la ETA terrorista en España.

No es nunca la idea que se dice defender lo que importa, sino el modo, la manera, los métodos que se emplean. Desde la época bíblica fue así. No se necesita ser teólogo o exégeta del Libro Sagrado para saber que siempre "por sus frutos los conoceréis".

Para el fascista, el otro no existe. Esa gimnasia callejera del final de la década del 60 en París fue el prolegómeno de todo el horror del 70. Como en los bulevares, estos falsos garibaldinos, los setentistas, lo querían todo de golpe. Eran repentistas y, metodológicamente, criminales.

En la raíz, en el tuétano, estaba y está la impaciencia. No pueden ni quieren esperar ni dialogar. No tienen interlocutores. Los demás, como lo explica admirablemente el autor búlgaro contemporáneo Tzvetan Todorov en La conquista de América , son Moctezuma y ellos, Cortés. Los demás sólo importan para ser colonizados. Son objetos, nunca sujetos.

Pero esta nota no tiene un interés exegético por el Mayo Francés del 68. Para nosotros tiene importancia por el ahora argentino, gobernado por una raza que dice reconocer su origen en aquellos sucesos. La capa de gobernantes actuales, sobre todo los dos actores principales: una de derecho y el otro de hecho, tienen la forma y el modo que nacieron en aquel mayo de hace cuarenta años. Esa revolución frustrada lo fue porque sus estrellas eran, fundamentalmente, declamadoras. La inmadurez fue congénita. Ese inmenso torrente humano que circuló por sus calles no sabía adónde iba. Como toda corriente, por más caudal que tuviera, careciendo de fuente surgente, se agotó. Se agotó donde había tenido su origen, pero renació como afán de desquite en algunos países centrales y en otros marginales. Nosotros padecimos una porción de ese espanto. Los que pedían lo imposible, como no podía dejar de ocurrir, generaron pavor; horror y crimen en los que atacaban y en los que reprimieron.

El Mayo Francés de 1968 quiso inventar la realidad. Pero la realidad no se inventa. La realidad se analiza, se palpa, se modifica y, eventualmente, se mejora. Siempre teniéndola en cuenta. Pero no se inventa. Ese pecado mortal es tal vez el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de nuestra tragedia argentina actual.

El autor es director del doctorado en ciencia política de la Universidad de Belgrano.

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