miércoles, 12 de diciembre de 2007

- LA VIDA -





La lotería de la vida

Por Diana Cohen Agrest

Caricatura: Alfredo Sabat

Para LA NACION




Con la denuncia –desestimada por las autoridades de la institución– de los familiares de un paciente fallecido en un hospital de la ciudad presuntamente debido a su participación en un ensayo clínico, los dilemas éticos de la investigación biomédica por fin han llamado la atención de los medios y del público en general, destinatarios y eventuales actores de esa práctica social.

Lo cierto es que lo que se juega en este cruce de imputaciones -sólo en apariencia retórico- es mucho más que una firma: el “paraguas” ético que ampara la investigación de nuevos fármacos es el llamado “consentimiento informado”, cuyo valor es tan poco conocido por el público como controvertido entre los profesionales.

Para el médico, muchas veces no pasa de ser una formalidad que presuntamente lo exonera de responsabilidad legal ante una eventual demanda judicial. Para el paciente y para la familia, en particular cuando se firma en circunstancias en las cuales, al igual que en un juego de dados, se arriesga la vida o la muerte, más que una firma, es un voto de confianza depositado a cambio de una renovada promesa de vida para el desahuciado.

No obstante, si la firma –aun cuando fuere voluntaria e incluso informada, tal como lo exige la norma– es la entrega resignada a un destino que se nos escapa ¿qué clase de elección es aquella que sólo es impulsada por la desesperación?

Alguien dijo por ahí que más vale aprender de la experiencia ajena, porque la propia cuesta mucho y, por lo general, llega tarde. Y este acontecimiento nos alerta de la urgencia de volvernos hacia un procedimiento incomprendido por el común de la gente.

De más está decir que los ensayos clínicos han dado lugar a los más importantes avances del conocimiento, que se traducen en eficaces vacunas y fármacos. Desde una mirada macrosocial, la prolongación de la vida y los mejores índices en salud pública se deben, en gran parte, a esas investigaciones. Pero no hay que olvidar que ellas son posibles gracias a la participación de millones de voluntarios, que ingresan en sus filas con la esperanza de recibir la bendición de sus beneficios.

No obstante, toda vez que se trata de investigar productos para enfermedades letales, cuando una suerte de espada de Damocles pende sobre el enfermo, y en el que la firma, más que un consentimiento es una rúbrica de la desesperanza, la creencia en la omnipotencia salvífica de los ensayos clínicos se funda en tres falsas ilusiones.

La primera de las ilusiones es vivida por el paciente, que acepta participar de una investigación con la esperanza de recibir un fármaco novedoso que cure su mal. Pero dado que, de hecho, el fin último es comparar la eficacia de la droga experimental con la de otra en uso, a determinado número de pacientes del ensayo se les administra la droga a ser probada y al resto de los pacientes del mismo ensayo se les da un sustituto, que puede tratarse de una droga estándar en uso o de un placebo.

Es imposible que el médico investigador pueda conocer si su paciente está recibiendo la droga experimental, la estándar o el placebo, pues, para evitar favoritismos, los participantes se asignan aleatoriamente -esto es, al azar- ya al grupo experimental, ya al grupo control. Ni los médicos investigadores ni los pacientes saben quién está recibiendo la droga y quién no. Ambas partes se mantienen “ciegas” (de allí el nombre que recibe el procedimiento, “doble ciego”).

Si bien desde una mirada ética es una posición altamente controvertida, hay quienes consideran que los placebos son esenciales para determinar la eficacia de la droga que ha de ser probada en el menor tiempo –y puesto que, como se suele decir, time is money, con los menores costos– posible.

Pero en la práctica, el uso de placebos significa que durante parte o todo el tiempo en que supuestamente son “tratados”, los pacientes que participan en un protocolo de investigación no recibirán la medicación genuina. Por lo tanto, no estarán recibiendo el mejor tratamiento disponible.

Este es uno de los riesgos que el paciente tiene que conocer antes de dar su consentimiento informado para ser sujeto de investigación. Es cierto que el médico, en calidad de “sanador”, va a continuar suministrando atención médica al paciente, porque bajo condiciones de doble ciego, el médico no sabe a quién se le suministra placebo y a quién no. Pero el mismo médico, en calidad de investigador, sabrá que determinado número de individuos recibirán una sustancia que no los curará.

Los profesionales intervinientes, meros engranajes de una maquinaria perfectamente aceitada, conviven con lealtades enfrentadas: los fines de la ciencia y sus obligaciones de proteger, y mejorar el bienestar del paciente.

No sólo eso, los placebos desafían a los médicos investigadores con otro conflicto: no siempre son simples “píldoras de azúcar”. A veces contienen ingredientes que producen en los pacientes efectos que se asemejan a los provocados por la medicación probada –nerviosismo, vómitos, falta de apetito, etc.–. Esto significa que un paciente que recibe un placebo a veces no sólo no recibe ningún medicamento para su enfermedad, sino que, además, recibe una medicación que le provoca ciertos efectos nocivos.

En esos casos, el médico comprometido con la cura del paciente y con aliviar su sufrimiento puede, en calidad de investigador, estar dañando al paciente. Esta paradoja que atraviesa el tradicional arte de curar nos conduce a otra de las ilusiones.

La segunda de las ilusiones se traduce en el imaginario colectivo de la figura del médico, representación social que todavía hunde sus raíces en la tradición hipocrática, en cuyo marco es aquel que tiene a su cargo la misión exclusiva de procurar el bien de su paciente. Pero la realidad es que el médico investigador que recluta a un paciente para participar de una investigación cumple un doble rol: cuida de su paciente y, a la vez, suministra el tratamiento –o un sustituto del mismo– a ese mismo paciente. Y si bien el paciente se siente mejor atendido que nunca, lo cierto es que el médico omite declarar su interés que excede sus obligaciones profesionales en la participación de su paciente. Este interés nos conduce a la última de las ilusiones.

La tercera de las ilusiones se ampara en la creencia en cierta equivalencia entre los intereses del médico y los del participante en un ensayo clínico: es cierto que con las mejores intenciones, tanto el médico como el paciente juegan a una lotería en la que esperan que el último obtendrá la bolilla ganadora, pero, mientras que el último sólo desea salvar su vida, el profesional, además, busca esquivar su destino de médico asalariado a destajo de las prepagas o de las obras sociales. Y en el mejor de los casos, vive sumido en un conflicto de intereses, pues el laboratorio puede llegar a compensar al médico investigador con una retribución monetaria que podría alentar el enrolamiento indiscriminado de pacientes. Situación que se revierte cuando, en lugar de incentivar el lucro privado, el dinero pagado por las farmacéuticas se destina a un fondo de investigación de la institución que ayude a financiar otras investigaciones que, al no ser rentables, no son financiadas por estas megacompañías.

Es cierto que la ciencia progresa gracias a este tendal de piezas sacrificiales, hasta que se descubre la droga que salva a miles de vidas. Tal vez lo cuestionable consista en hacer de un ser humano sumido en la desesperación, un héroe forzado por las circunstancias en un escenario en el que, a menudo, se juega mucho más que la vida o la muerte de alguien que sufre.

La autora es doctora en Filosofía (UBA). Su último libro es Por mano propia: estudio sobre las prácticas suicidas (FCE).

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