jueves, 18 de septiembre de 2008

- ETICA -




Etica reformista


Por Natalio R. Botana
Para LA NACION
Ilustración:Huadi



Desde el fracaso del intento del Gobierno de ratificar en el Congreso nacional la polémica resolución 125, ha cobrado fuerzas el papel del Parlamento. Las modificaciones que sufrieron los proyectos sobre Aerolíneas Argentinas y jubilaciones móviles respaldan estas impresiones, pero no aseguran la calidad de las leyes resultantes y tampoco los cambios imprescindibles para transformar una situación de excepcionalidad hegemónica en un régimen de normalidad constitucional.

Este horizonte, hacia donde debería tender una política de reconstrucción, está hoy nublado por quienes en todo momento presagian tormentas. Es un estilo de indignación moral (regeneracionista, lo hemos llamado en varios trabajos) que se expresa tanto en las filas del Gobierno como en algunas pertenecientes a la oposición. Estilos maniqueos, poco proclives al entendimiento y a la práctica del difícil arte de elaborar consensos, estas maneras de concebir el liderazgo en una democracia intentan monopolizar la verdad y la virtud. La tradición republicana está plagada de estos momentos jacobinos.

Lamentablemente, estos estilos tienen referentes que se agigantan semana tras semana. Si, a comienzos de este año, el doble impacto del autoritarismo arraigado en el Gobierno y de las rebeliones afincadas en el poder de la calle nos legó el lúgubre ambiente del "no va más", en estos días el asunto del financiamiento espurio de la campaña oficialista con los petrodólares de Hugo Chávez envuelve el debate político con la membrana de la corrupción. Por todos lados asoman escándalos para recargar juicios vehementes.

De este modo, mediante el engarce de los resentimientos acumulados con la actitud de unos gobernantes debilitados, se angosta el campo del reformismo y se dilata el terreno de la confrontación. El regeneracionismo representa una lógica de las pasiones. Pasión hubo desde el vamos del ciclo kirchnerista, azuzando los fantasmas del pasado e imponiendo la dialéctica amigo-enemigo. Pasión hay también cuando se responde a la confrontación con semejante vara. Cría cuervos, decía la antigua sabiduría popular.

De cara a este planteo pasional de la política, la ética del reformismo debería abrirse paso apostando a la lógica de la razón. Aclaremos: no se trata de una razón utópica, desencarnada y ajena a la condición humana, sino de una razón capaz de encauzar el torrente de las pasiones e intereses hacia metas compatibles con valores que recoge la legitimidad constitucional y republicana de nuestra democracia.

Hasta hace poco tiempo, la razón pública y la deliberación que ella supone entre representantes libremente elegidos eran los grandes ausentes en la trama de la política. Ahora no lo están tanto (y esto es una buena noticia) como en el último quinquenio, pero de la ciudadanía, de los partidos y de la opinión pública depende que este camino se ensanche y la ética reformista vuelva por sus fueros.

Se trata, en suma, de un trayecto gradualista, atento a la relación entre fines y medios, porque las medidas para resolver los graves temas pendientes no deben postergarse a la espera de un desenlace catastrófico. Al contrario de este temperamento, es necesario arrancar desde aquí mismo, con lo que hay y procediendo paso a paso. De prevalecer esta estrategia, el Congreso podría constituirse en el centro de una recuperación posible que vaya desmontando el andamiaje legislativo sobre el cual se apoyó la hegemonía del Poder Ejecutivo.

En este sentido, las oportunidades abundan. Durante los próximos meses asistiremos a un conjunto de debates legislativos que marcarán, o bloquearán una vez más, esa puesta al día de los resortes institucionales. El primero se relaciona con los llamados "superpoderes" derivados de la ley 26.156, que avanzan sobre atribuciones reservadas al Congreso en materia presupuestaria (ya se han presentado proyectos para derogar esta normativa). El segundo está vinculado con las modificaciones efectuadas en 2006 a la ley de administración financiera, que habilitan al jefe de Gabinete a reordenar las partidas del presupuesto. El tercer resorte que habría que limpiar de herrumbre es la legislación que instauró un marco institucional de emergencia pública, aquilatado, al mismo tiempo, por contribuciones extraordinarias escasamente coparticipables. Por ejemplo, el impuesto al cheque y a las transacciones financieras.

Tenemos entonces que reformar un sistema sobrecargado de leyes y reglamentaciones, con sus consiguientes decretos de necesidad y urgencia y resoluciones como la 125, que, más allá de la pretendida construcción de un régimen hegemónico, han puesto seriamente en entredicho el funcionamiento del federalismo. En realidad, esta clase de hegemonía es incompatible con el federalismo y plenamente congruente con el unitarismo (al menos, desde el punto de vista fiscal). Esta es la razón que explica por qué las provincias ?algunas de ellas, protagonistas de una de las grandes transformaciones agrarias en la historia del país? reclaman al Congreso una nueva ley de coparticipación federal.

La inquietud que surge de semejante escenario legislativo es la de saber si las aptitudes reformistas tendrán la suficiente capacidad para vencer el instinto de conservación que, naturalmente, mueve el comportamiento de los gobiernos y de los partidos oficialistas. La pregunta planea sobre las posibles divisiones en el Partido Justicialista, pero, más que eso, la cuestión consiste en saber si la opinión pública, agitada por las pasiones del todo o nada, sabrá leer las reformas posibles como signo de fortaleza institucional, en lugar de registrarlas como síntoma de inevitable declinación. Y ya sabemos que, cuando se percibe debilidad, o se huelen heridas, se estiran los músculos para infligir un zarpazo.

Los ejemplos, al respecto, son obvios: si, llegado el caso, los representantes de las provincias en ambas cámaras logran aumentar significativamente el bajo nivel de coparticipación de los recursos provenientes del impuesto a las transacciones financieras, ello no debería ser visto como una derrota del Gobierno, sino como una victoria de la Constitución, apuntalada por la mayoría de los bloques legislativos (y no por uno solo).

En una encrucijada de este tipo, el cambio de estilo del Gobierno es tan importante como las acciones de una oposición capaz de pactar políticas convergentes y de entablar negociaciones con el oficialismo. No será sencillo, en especial cuando los temas ligados a la corrupción y a la improvisación de los actos del Gobierno convocan las pasiones en dos críticos contextos, en nuestra región y en el mundo. El primero está inflamado por irracionales gritos de guerra, aunque morigerados por la reciente declaración de los presidentes sudamericanos en Santiago, Chile, y el segundo comienza a sufrir los imprevisibles efectos de una recesión provocada por una honda crisis financiera.

Con estos datos a la mano, nos damos cuenta de que las imágenes del derrumbe y el catastrofismo no son patrimonio exclusivo de los argentinos. Sin embargo, entre ambas visiones siempre es posible trazar la diagonal de una ética reformista capaz de superarlas. El Gobierno debe asumir su responsabilidad para concertar en el plano legislativo, y la oposición debe columbrar el futuro con sólidas ofertas de gobernabilidad.

El Congreso es, con tal objeto, un buen recinto.

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