martes, 9 de septiembre de 2008

- MALEFICIOS -




Jaque a la Casa Blanca

Por Carlos Escudé
Para LA NACION



Las maldiciones de Saddam Hussein parecen haberse descerrajado sobre Bush. Gracias al fracaso táctico de Estados Unidos en Irak, Rusia pudo comportarse en el Cáucaso como si los norteamericanos no existieran. Como dije en esta página poco antes de la crisis de Georgia, los efectivos terrestres de Washington están casi totalmente comprometidos en el doble frente afgano-iraquí. Por ahora, la Casa Blanca se siente obligada a mantener una presencia militar masiva en Irak, para impedir una expansión iraní. Por eso, su capacidad para intervenir en cualquier otra crisis es muy limitada. Y sus adversarios lo saben.

Rusia, por su parte, ya no es la piltrafa que era en tiempos del derrumbe de la URSS. Los altos precios del petróleo le han devuelto la solvencia. Pudo modernizar sus fuerzas armadas y es capaz de financiar aventuras geopolíticas de bajo riesgo. Hace ya tiempo que se sabe que, si Moscú interviniera militarmente en la periferia rusa, los norteamericanos no podrían cumplir con las promesas a sus aliados de esa región.

Fue lo que ocurrió. Al vencer a un aliado de Washington y reconocer la independencia de dos provincias georgianas, Moscú se desquitó de los agravios sufridos a manos de Occidente desde su colapso en 1991. Demostró que es ella y no Estados Unidos quien puede mandar en los territorios de la ex Unión Soviética. Y se cobró la factura por la independencia de Kosovo.

Por cierto, cuando en febrero de 2008 Estados Unidos y otros miembros de la OTAN avalaron el separatismo de esa provincia serbia, Rusia se sintió traicionada por enésima vez. Los Acuerdos Dayton, de 1995, que intentaron poner fin a la guerra en la ex Yugoslavia, garantizaban la integridad territorial de cada una de sus repúblicas. Pero cuando surgió la crisis en Kosovo, Occidente incumplió con lo pactado y permitió la mutilación territorial del aliado de Rusia.

Hay más agravios. Cuando, en 1999, la OTAN bombardeó Serbia sin el aval de las Naciones Unidas, adujo que el régimen de Slobodan Milosevic estaba perpetrando crímenes de lesa humanidad. Se dijo entonces que entre diez mil y cien mil kosovares de etnia albanesa habían sido masacrados. Era fácil de creer, considerando las matanzas anteriores de bosnios musulmanes, perpetradas durante el capítulo anterior de las guerras de desintegración de Yugoslavia. Pero aunque en Kosovo se cometieron graves crímenes, esta vez la acusación resultó gruesamente exagerada. Como en el caso de las armas de destrucción masiva de Irak, fue una argucia para justificar una intervención militar occidental.





Como dijo el geopolítico norteamericano George Friedman en un análisis reciente, los rusos interpretaron que la OTAN comenzaba a comportarse como una alternativa a las Naciones Unidas. Ya no era solamente la alianza militar de tiempos de la Guerra Fría. Se estaba convirtiendo en una organización dispuesta a apelar a la fuerza para intervenir en los asuntos internos de estados ajenos a la alianza, con la pretensión de que los consensos entre sus miembros otorgaban legitimidad internacional a sus acciones. No importaba que éstas hubieran sido vetadas en el Consejo de Seguridad de la ONU: la OTAN obraba como si estuviera por encima de esa instancia.

No sin razón, Moscú sintió que era marginada del oligopolio de países que establecen las reglas de juego de la gran política mundial. Era agraviante, pero en ese momento el Kremlin era impotente para responder con efectividad.

El hecho agudizó temores rusos anteriores, engendrados por viejos incumplimientos de la OTAN. Desde el colapso de la URSS, Rusia había sido cercada en forma creciente. Aunque los presidentes norteamericanos George Bush (padre) y Bill Clinton prometieron no avanzar sobre el ex imperio soviético, la OTAN rápidamente incorporó la mayoría de los países del Pacto de Varsovia a su alianza militar. También cooptó a Letonia, Estonia y Lituania, que habían sido parte de la URSS. Y posteriormente, comenzó a explorar la eventual incorporación de Ucrania y Georgia.

Aquella relación de fuerzas, tan desfavorable a Rusia, cambió sólo con el empantanamiento de Estados Unidos en Irak y el aumento del precio del petróleo. Una vez materializado el nuevo equilibrio, era esperable que Moscú se tomara la revancha. Georgia, fuertemente aliada a Washington, era el mejor escenario para poner a prueba el acrecentado margen de maniobra ruso. Y el Kremlin pegó el zarpazo.

Por cierto, el gobierno georgiano padecía, desde su independencia de Moscú, en 1991, el separatismo de dos provincias prorrusas, Osetia del Sur y Abjasia. Cuando el 7 de agosto el gobierno de Tiflis cometió la imprudencia de intentar imponer su soberanía en la primera, las fuerzas rusas avanzaron y rápidamente doblegaron a los georgianos. El 26 de ese mes, Rusia reconocía la independencia de ambas provincias. Desde su intervención en Afganistán en los años 70 y 80, Moscú no había tomado iniciativas militares de ese calibre.

Para colmo, la impotencia de Washington está acrecentada, porque necesita de la cooperación rusa si ha de retirarse de Irak sin ceder demasiado terreno a Irán. Debe convencer a los rusos de no vender a los iraníes un sofisticado sistema de defensa aérea, cuya transferencia se ha venido tramitando. A su vez, la Unión Europea, muy dependiente de los hidrocarburos rusos, sólo puede interponer objeciones mesuradas. Por eso, los riesgos en que ha incurrido Rusia son bajos.

Más allá de Georgia, las implicancias de los hechos consumados son terroríficas para otros regímenes prooccidentales de la ex Unión Soviética, especialmente Ucrania.

En la península de Crimea, la mayoría étnica es rusa. Arriendo de por medio, la flota rusa del Mar Muerto ancla en el puerto crimeano de Sebastopol. Y según informó The New York Times el 25 de agosto, allí anida un fuerte sentimiento separatista prorruso. Más aún: el treinta por ciento de la población ucraniana total habla ruso como lengua madre. Aunque el gobierno de Kiev es prooccidental, aproximadamente la mitad de los ucranianos son prorrusos. Si Moscú invadiera, lo haría desde el Este, precisamente la región poblada por rusos y rusohablantes.

En tal caso, Estados Unidos nada podría hacer, a no ser que trasladara grandes unidades navales al Mar Negro. Es una alternativa complicada, porque requeriría la cooperación de Turquía, su aliada de la OTAN, que controla el Bósforo y los Dardanelos, único corredor de entrada a ese enorme lago salado. Pero el gobierno de Ankara no puede permitir un flujo importante de buques de guerra al Mar Negro sin violar la Convención de Montreux, que impone límites estrictos a ese tránsito. Y como la mayor parte de su gas natural y carbón provienen de Rusia, tiene buenos motivos para no querer violarla.

Afortunadamente para la paz mundial, sin embargo, es muy poco probable que Moscú avance más por el camino de explotar las aspiraciones secesionistas vigentes en algunas ex repúblicas soviéticas. Eso fácilmente podría convertirse en un bumerán, ya que la misma Federación Rusa es un imperio multiétnico que enfrenta a enemigos separatistas en Chechenia, Ingusetia y Daguestán. Otras repúblicas de mayoría islámica, menos agitadas que éstas, permanecen en la Federación sólo por la permanente presencia militar rusa. Y en Kaliningrado, enclave ruso entre Polonia y Lituania, son muchos los rusos étnicos que preferirían formar parte de la Unión Europea antes que de la Federación.

Por eso, a no ser que se sienta amenazada, Moscú no agitará estos demonios secesionistas más de lo necesario. Desde su punto de vista, la clave es que la OTAN, que percibe como hostil, no se expanda hasta sus fronteras. Georgia y Ucrania, que lindan con Rusia, no deben ser incorporadas a la Alianza Atlántica. Si eso ocurriera, podría desencadenarse un pandemonio.

Para mostrar que con ellos no se juega, los rusos intervinieron en Georgia. De paso, se cobraron viejas deudas. En el ajedrez geopolítico, el Kremlin le hizo jaque a la Casa Blanca.

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