domingo, 14 de junio de 2009

- ESTADO -




El Estado soy yo


La acumulación de poder y los deslices hegemónicos, vicios denunciados esta semana por la figura más importante del Poder Judicial, Ricardo Lorenzetti, actualizaron el debate sobre cómo poner límites a la excesiva concentración de poder presidencial.


Por Pablo Mendelevich
Noticias de Enfoques
La Nación
ARTE DE TAPA: SILVINA NICASTRO



En la película Frost/Nixon , que recrea las cuatro entrevistas televisivas hechas por David Frost a Richard Nixon en 1977 -tres años después de la traumática renuncia a la Casa Blanca-, hay un momento tan tenso que parece el preludio de una erupción volcánica. Frost acorrala con datos irrefutables al ex presidente por el encubrimiento de sus colaboradores durante el caso Watergate. Hasta que Nixon no soporta más y dice:

-Cuando uno está en su despacho hace cosas que en la estricta interpretación de la ley no son legales. Pero las hace porque son el mejor interés de la nación.

-¿De verdad me está queriendo decir que en algunas circunstancias el presidente puede hacer algo ilegal? -aguijonea un Frost entre perplejo y victorioso (mientras los asesores de Nixon se levantan para cortar la grabación y abortar el sinceramiento).

-Estoy diciendo -responde Nixon- que cuando el presidente lo hace eso significa que no es ilegal.

He aquí lo que siente un presidente extralimitado cuando se extralimita. El componente autoritario se escuda en el interés de la nación, del cual, por cierto, él se considera intérprete supremo. Quizás sea una doble ventaja verlo en Nixon, por un lado, jugador con cartas marcadas que hizo espiar a los demócratas de puro megalómano, obstruyó cuanto pudo a la justicia con la CIA y el FBI y despreció al Congreso que lo investigaba, pero, a la vez, también gran estadista reconocido por el acercamiento con China, por la paz con Vietnam y, en definitiva, por modificar el mapa del mundo en el crepúsculo de la Guerra Fría. Los norteamericanos siguen discutiendo hasta hoy qué hemisferio de la compleja cabeza de Nixon es mejor recordar, pero, en concreto, sus aires de yo-rijo-con-grandeza-el-destino-de-esta- inmensa-nación-no-me-vengan-con-nimiedades le costaron la jubilación anticipada.

No siempre ni en todas partes (tampoco siempre en Washington), es verdad, funcionan los antídotos institucionales frente a la tentación omnímoda de gobernantes elegidos por amplias mayorías, condición por lo visto insuficiente para legitimar todo lo que ellos pergeñan por el interés de la nación en sus despachos.

¿Y si fuera el sistema el que favorece el cesarismo? La concentración de poder, que aquí fermenta con instituciones anémicas, aviva un debate que tiene tanta vigencia como los vicios de la cultura política nacional. Esta semana fue nada menos que la figura más importante del Poder Judicial -a la sazón un civilista que llegó recomendado por Cristina Kirchner y que al parecer se tomó al pie de la letra la promesa oficial de esculpir una Corte Suprema independiente- quien volvió a dar la voz de alerta sobre los excesos de presidencialismo.

Como lo informó LA NACION, Ricardo Lorenzetti se refirió a las fallas del sistema político y, además de reprochar la acumulación de poder (no hablaba de nadie en particular, vamos, sino de la mera costumbre argentina) y de quejarse de que el propio Estado desacata sentencias judiciales, explicó con sencillez impropia de abogados cómo funciona el circuito mayor. "En este sistema -dijo- la oposición sólo puede actuar cuando fracasa el poder anterior. Hay que cambiar esto, porque la reiteración de las emergencias genera un círculo vicioso".

En los últimos meses, otro juez de la Corte cuestionó el sistema político actual, aunque fue un paso más allá que Lorenzetti y directamente planteó como solución el sistema parlamentario: "Tenemos que cambiar la forma de gobierno e ir a un sistema parlamentario. Es la única garantía de evitar catástrofes. Una crisis en un sistema presidencialista, que baje un presidente, es una catástrofe. En un sistema parlamentario, es una crisis política. Punto. El sistema no sufre". Pero Zaffaroni, hay que decirlo, más que a los problemas que presenta la excesiva concentración de poder, atendía en ese reclamo a la debilidad de la figura presidencial en tiempos de crisis y a la necesidad de crear mecanismos que salven la gobernabilidad.

Como mejor les parezca

Guillermo O´Donnell, uno de los más prestigiosos pensadores de las ciencias políticas del país, había desarrollado la teoría de la democracia delegativa, según la cual, quienes son elegidos creen que los votantes les delegan la autoridad para decidir como mejor les parezca lo que es bueno para el país.

¿Es la oposición corresponsable del desajuste? "Sin duda, la democracia delegativa se desarrolla más plena (y peligrosamente) dependiendo de la oposición", responde O´Donnell al ser consultado por LA NACION. A su juicio eso "incluye, entre otras, las siguientes dimensiones: cohesión interna y orientación republicana-representativa de sus actores principales; grado de cohesión del conjunto de la oposición, no necesariamente en todo´ sino respecto de controlar/detener los crónicos avances antiinstitucionales de los gobernantes delegativos, y lugares institucionales en el régimen político que al menos parte de la oposición ha logrado ocupar, junto con determinación de utilizar esos lugares y desde allí al menos intentar, clara y públicamente, bloquear aquellos avances".

Para corregir el desliz hiperpresidencialista, la salida que se les suele ocurrir a muchos políticos es cambiar de sistema: ir hacia un parlamentarismo. Desde Eduardo Duhalde y Hermes Binner hasta el mismísimo Néstor Kirchner -no el poderoso consorte actual sino el político recién asomado de Santa Cruz que no había probado aún el mullido cesarismo presidencial- dijeron ser devotos del parlamentarismo. Pareciera ser que el esfuerzo kirchnerista por denostar a mansalva los malditos tiempos del menemismo se llevó puesta la década entera. Ya nadie se acuerda de que la reforma constitucional de 1994 estuvo precedida por un intenso debate nacional sobre presidencialismo y parlamentarismo. Debate que en rigor había arrancado cuando gobernaba Raúl Alfonsín, en el seno del Consejo para la Consolidación de la Democracia presidido por el ilustre jurista Carlos Nino.

Podría decirse que en 1994 triunfaron ambos, los presidencialistas y los parlamentaristas. De allí que la Constitución resultó un menjunje. Se negoció, recuérdese, la incorporación del jefe de Gabinete y de otros accesorios a cambio de la reelección presidencial inmediata -nunca mejor expresado-, apetecida por los hermanos Menem. Un Menem presidía el país y el otro, la convención constituyente que hizo el delivery. El matrimonio Kirchner también estaba allí, huelga decir que del lado del oficialismo monotemático reeleccionista. Hecho curioso, la nueva Carta Magna dejó establecido, por fin, que los partidos políticos son sujetos fundamentales de la democracia. Mención de honor que coincidió con el comienzo del proceso de decadencia y virtual extinción de los partidos políticos (aunque el Estado insiste en que ya tenemos 733). Pero si es específicamente por la inyección de "parlamentarismo atenuado" que entonces se le dio al sistema, resultó que la jeringa sólo tenía agua. En la práctica, la jefatura de Gabinete se subordinó en un todo al presidente. Pese a que la letra constitucional le dio al Congreso el poder de aplicarle a este primer ministro eunuco una moción de censura, varios ocupantes del cargo ni siquiera se tomaron la molestia de pasar a visitar a los diputados y senadores una vez por mes para rendirles cuentas, como también está estipulado. Salvo Rodolfo Terragno, que llegó a ser presidente del partido del Gobierno, los demás jefes de Gabinete que se sucedieron -Eduardo Bauzá, Jorge Rodríguez, Christian Colombo, Jorge Capitanich, Alfredo Atanasof, Alberto Fernández, Sergio Massa-eran, en el momento de ser designados, políticos de segunda o tercera línea, nada que recuerde a la Quinta República francesa. Subordinados al presidente a quienes en ninguna crisis institucional les dio la estatura para servir como fusibles. De modo que en estos años en los que se pretendía una módica "parlamentarización" del sistema, sucedió justo lo contrario: con decretos de necesidad y urgencia, superpoderes y eternas emergencias económicas más algunas cucharadas de verticalismo peronista, el Congreso cedió facultades al Poder Ejecutivo, que hoy, además de conyugal, devino más vigoroso.

Voluntad política


Tal vez por esa suma de razones, el constitucionalista Daniel Sabsay antepone a cualquier debate sobre el sistema de gobierno la imperiosa necesidad de una reforma política: "El presidencialismo en la Argentina fracasó pero eso no nos tiene que llevar a otro fracaso. Si no limpiamos el escenario político (reconstrucción de un sistema de partidos, participación de los ciudadanos en la cosa pública, democratización de los partidos, ley de acceso a la información pública, mejoramiento y modificación radical de los mecanismos de control de los procesos electorales, revitalización del federalismo, entre muchos otros cambios), es imposible que cualquier reforma funcione, porque no está funcionando todo lo otro. Para eso no hace falta modificar la constitución, muchas de esas reformas ya habían sido elaboradas por el Diálogo Argentino, por distintas ONG; hay un acta de compromiso firmada por los gobernadores en 2002? no se cumplió nada, la agenda está trabajada, pero lo que no hay es voluntad política de cambio y, además, bajó el reclamo de la sociedad para hacerlo."

Pero más allá de los vaivenes de la dirigencia política en su declamación sobre reformas y en sus promesas de cambio (para Sabsay "los políticos huelen que la sociedad pide cambios y hablar de reformas es altisonante; si realmente quisieran cambiar, podría resolverse todo en dos sesiones legislativas"), el quid de la cuestión sigue siendo, parece ser, cómo cambiar la viciada cultura política argentina.

"Los problemas actuales no se resolverían fácilmente marchando hacia un régimen parlamentario; Italia es un ejemplo", dice el politólogo Hugo Quiroga, profesor de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional del Litoral. "Hay un claro problema de cultura política en la Argentina. Los ciudadanos cuando votan delegan poder en sus representantes, pero no retienen la responsabilidad del control de las acciones gubernamentales, por ende, los gobernantes perciben que su mandato es absolutamente libre. Es cierto que hay una tendencia mayor en los presidencialismos a considerar al poder como ?propiedad privada´. Pero la concentración del poder se combate, desde el punto de vista institucional, con un congreso capaz de controlar la autoridad ejecutiva y con un poder judicial independiente, y, desde el punto de vista de la sociedad civil, a través de una vida asociativa amplia, en constante vigilancia, que exige un compromiso político de los ciudadanos más allá de la urnas. La democracia, presidencialista o parlamentaria, designa un sistema de poder diseminado en la sociedad".

En el campo de la oposición, la suposición de que un cambio del sistema político reparará las antiguas fallas de la política argentina también puede ser vista como una variante institucionalizada del mesianismo clásico, aquel encarnado en la llegada de seres providenciales tan propio de los populismos. Lo notable es que la oposición espeje la ilusión populista que dice aborrecer. Ahí ya se trata de una especie de mesianismo eliminatorio: sepultado el líder que transgrede las leyes, nos salvamos. ¿Interpretación de la realidad? No, crónica: el martes pasado en Santa Fe, sin ir más lejos, la líder de la Coalición Cívica Elisa Carrió dijo que "para que la Argentina se salve, Kirchner tiene que ser derrotado". La misma frase que se podía escuchar a fines de los noventa, sólo que en vez de Kirchner figuraba Menem. En cuanto a la salvación nacional, en 2001 -después de la derrota de Menem- se demoró un poco. Hubo que hacer escala en el mayor colapso de la historia contemporánea. Y ni siquiera de ese gran colapso emergió una transformación profunda de la cultura política propensa a la buenaventura súbita.

¿Qué opina O´Donnell? "Sigo creyendo -responde al cronista- que el parlamentarismo no sería solución, entre otras cosas porque en el mundo ha funcionado y funciona bien cuando hay partidos y sistemas de partidos institucionalizados. Es una simplificación contraponer parlamentarismo-presidencialismo, como si hubiera sólo una versión de ellos. En particular ha habido una serie de investigaciones que muestran que hay diversos presidencialismos y que el nuestro es una versión extremada de poderes presidenciales. Hay versiones más atemperadas que impiden poderes extraordinarios, quitan al Ejecutivo influencia decisiva en los nombramientos judiciales y de organismos de control y limitan seriamente la capacidad del Ejecutivo de vetar leyes del Congreso, incluso los vetos parciales que existen entre nosotros". En definitiva, O´Donnell piensa que con el parlamentarismo se crearían aun mayores desajustes y que sería mejor perfeccionar "nuestra muy mala versión" de presidencialismo.

Como apunta la constitucionalista Delia Ferreira Rubio, el hecho de adoptar el parlamentarismo no nos convertiría en España o Alemania, de la misma manera que ser presidencialistas no nos transformó en los Estados Unidos. "Lo importante -dice la presidenta de Poder Ciudadano, aunque vierte estas opiniones a título personal- es no cargar al sistema de gobierno en sí las fallas y los defectos de la democracia".

Habría que mencionar, además, un problema práctico. Cambiar de sistema requiere una reforma constitucional, que a su vez exige, antes del llamado a elecciones, la formación de una mayoría especial en el Congreso que declare la necesidad de hacerla. Si el gobierno trata a la oposición -con la que jamás dialoga- como al enemigo, y si la oposición no consiguió unirse ahora para vencer al matrimonio al que en general le atribuye una desmedida acumulación de poder, ¿cómo se alcanzaría el consenso político indispensable para operar la Constitución a corazón abierto? ¿Y quiénes serían los cirujanos? Es difícil saber la respuesta. Pero ahora sabemos que la acumulación de poder no es sólo una preocupación que denuncian los opositores. También inquieta a la cabeza del Poder Judicial.


© LA NACION

No hay comentarios: