miércoles, 9 de septiembre de 2009

- COSAS -





El entretenimiento y el sonambulismo acrítico



Y seréis como dioses



Mori Ponsowy
Para LA NACION
Noticias de Opinión



En Lloret de Mar, un pueblo de Cataluña, hay un restaurante donde por 40 euros se puede comer y, además, vivir el simulacro de un terremoto de 7 grados en la escala de Richter. Se llama Disaster Café. Quienes han ido aseguran que se asustan igual, aunque sepan que no es un terremoto de verdad. Le escucho contar la anécdota a un amigo que fue hace poco. "Salí hecho un asco -dice, encantado-, con la ropa toda salpicada de vino y comida." Mientras estuvo ahí hubo dos terremotos. Las mesas se movían tanto que los pimientos rellenos terminaron en el piso.

Le pregunto por qué quiso ir a un lugar así. Me mira como si yo fuera marciana. "Todos gritaban y se morían de risa", dice, como si esa explicación bastara. Me pregunta: "¿No te gustan las montañas rusas?". "Sí, pero no es lo mismo", digo. Quiere saber por qué no es lo mismo. Trato de improvisar una explicación, pero no se me ocurre nada contundente. Nos despedimos y me quedo con la sensación de que soy una aguafiestas.

Me paso la tarde pensando. ¿Qué diferencia hay entre subirse a una montaña rusa e ir a un bar donde habrá un simulacro de terremoto? Ambas experiencias dan miedo, ambas tienen que ver con situaciones en las que aparentemente nuestra integridad física está en peligro y, también, en ambas se trata de un miedo que no llegará a ser pavor porque sabemos que es sólo un simulacro. Por eso nos reímos: aunque nos asustemos, sabemos que saldremos indemnes, pues se trata de un juego.

La respuesta se me ocurre recién a la noche: la diferencia entre una montaña rusa y el bar en cuestión es que la montaña no imita una catástrofe natural. En cambio, el atractivo del Disaster Café se basa en el remedo de un fenómeno que ha causado miles de muertes a lo largo de la historia. ¿No hay algo perverso en divertirse viviendo el simulacro de una catástrofe? ¿Qué sentirán los familiares de las víctimas del sismo en Abruzzi al saber que hay gente que paga por experimentar un simulacro de terremoto y que, al sentir el temblor, se divierte a más no poder?

"El dolor es un horror que fascina", dice Aldous Huxley en la última página de Un mundo feliz , una novela que describe una sociedad totalitaria en la que el control de los individuos no se logra mediante la represión y el miedo, sino a través del placer, el condicionamiento y la diversión. La escena final, en la que un "salvaje" se da latigazos a sí mismo ante la mirada lasciva de una muchedumbre "civilizada", es una de las pocas en toda la novela que muestran violencia física. El autor empleó las doscientas páginas anteriores para mostrar cómo, una vez anestesiados emocionalmente, los seres humanos podemos aceptar horrores de la más diversa índole. En el mundo de Huxley las personas viven satisfechas, en un estado de paz perpetua. El consumo y la diversión constantes le proporcionan estabilidad a un Estado que alienta a sus miembros a tomar alucinógenos y que condiciona a los niños mientras duermen.

A diferencia del mundo futuro soñado por George Orwell en su novela 1984 , en el que el control se logra por medio de la opresión, en el mundo de Huxley los humanos se entregan gustosos a tecnologías que van minando su propia capacidad de pensar. Orwell temía que los totalitarismos del futuro prohibieran los libros; Huxley temía una sociedad en la que no hubiera razón para prohibir la lectura, pues ya nadie querría leer. Orwell temía que se ocultara la verdad; Huxley temía que, hundidos en un mar de irrelevancia, la verdad dejara de importarnos. Tanto Orwell como Huxley imaginaron futuros sombríos. La diferencia entre uno y otro radica en que para el primero la opresión nos sería impuesta desde afuera, mientras que para el segundo seríamos nosotros mismos quienes nos encerraríamos, gustosos, en nuestras cárceles.

Señalar casos de Estados totalitarios orwellianos es sencillo. Basta pensar en la Alemania nazi, en la Unión Soviética de Stalin o en nuestra Argentina de los 70. Sin embargo, aunque menos evidente, creo que la ficción distópica de Huxley es mucho más actual y pende sobre Occidente, haciéndose realidad de manera corrosiva e indetenible. ¿Disaster Café no es un ejemplo del modo en que con frecuencia nuestra "infinita sed de distracción" -como la llamaba Huxley- logra acallar nuestra capacidad de raciocinio? ¿Acaso divertirse con un simulacro de terremoto no evidencia una moral y una sensibilidad adormecidas? Pero quisiera ir un poco más allá: ¿es Disaster Café el único ejemplo del sonambulismo acrítico con que nos zambullimos en la diversión, o tal vez también lo sean las consolas de video en las que nuestros hijos disfrutan matando personas y, en general, la facilidad con que cada vez le dedicamos más tiempo a distraernos con las últimas novedades tecnológicas y menos a conversar, a intentar conmover, a acercarnos, a acariciar los corazones de quienes tenemos cerca?

"¡Pasear y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!", piensa Bernard, con ironía, cuando en Un mundo feliz Lenina le dice que prefiere jugar al golf electromagnético que caminar por la orilla de un lago. Y es que los humanos de Huxley se dedican a dos actividades, nada más: trabajan y se divierten. Y si por casualidad a alguien se le ocurre entristecerse o, peor aún, detenerse a reflexionar, ahí está siempre a mano el "soma", ayudándolos a dejar el temor y a concentrarse en el presente. "No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy", le dice Lenina a Bernard.

¿No es, en cierto modo, Occidente una especie de mundo feliz a lo Huxley? Cuanto más escalamos en la escala socioeconómica, ¿no nos acercamos también más a un adormecimiento colectivo producido no por el hambre y la escasez, sino por la abundancia? Pienso en nuestra televisión. En la facilidad con que programas de mal gusto, de vocabulario limitado, sin argumento, logran mantenernos mudos ante la pantalla. Pienso en la naturalidad con que nos enteramos de injusticias, muertes y guerras en las noticias, sólo para olvidarlas instantes después y dejarnos envolver de nuevo por la banalidad. Pienso en la creciente dificultad que tienen nuestros niños y adolescentes para disfrutar del silencio y la simplicidad, enchufados constantemente a la diversión fácil y acrítica que les proporcionan sus decenas de maquinitas.

"Resulta curioso considerar que antes la mayoría de los juegos se practicaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos y a veces una red", dice un personaje en Un mundo feliz . Y continúa: "¡Imaginen la locura que representaría permitir que la gente se entregara a juegos que en nada aumentaran el consumo!". En el mundo de Huxley, el Estado no aprueba ningún nuevo juego, a menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos como el más complejo de los juegos ya existentes. ¿No nos suena familiar esto a todos los padres que día a día comprobamos la dificultad creciente de nuestros hijos para divertirse con una piedrita?

Se ha dicho hasta el hartazgo que la tecnología no es nociva y que sólo sus usos pueden llegar a serlo. Tal vez sea cierto. Pero creo que una de las consecuencias de la tecnología es ir minando nuestra capacidad de asombro, nuestra humildad, el respeto que una vez sentimos por todo aquello que no entendíamos. Huxley dijo que la novela Seréis como dioses , de H. G. Wells, le había servido como inspiración para imaginar un mundo en el que ya no existe nada sagrado y donde los avances tecnológicos permiten tener la naturaleza bajo control.

"Relájese y escuche las olas mientras reposa en una playa de arenas blancas", dice la publicidad de Typhoon Lagoon, una playa artificial inventada... no por Huxley, sino por un equipo de ingenieros que trabaja para Disneyworld. "Juegue en el agua mansa de la orilla. O zambúllase más lejos, donde olas de hasta tres metros le harán sentir la fuerza del mar." Detrás de toda esa arena de fibra de vidrio en la que no vive ni un solo molusco, detrás de toda esa agua en la que centenares de personas saltan sin temor a que las pique un agua viva, se ocultan motores inmensos que cada tres minutos producen una gran ola que remeda las de la playa. Cada vez que viene la ola, niños y grandes gritan y se asustan, saltan y ríen, disfrutando el movimiento del agua, pero, también, maravillados ante la habilidad humana para recrear algo tan grande, tan imprevisible, como el mar.

Por supuesto que entre divertirse con un simulacro de terremoto y uno de playa hay una gran diferencia: en el segundo caso el dolor ajeno no está en juego y, por tanto, nuestra conciencia no tiene nada que objetar. Sin embargo, lo que ambos tienen en común es el uso de tecnología innovadora para imitar fenómenos naturales y divertirnos de modo controlado, aséptico, sin peligro: se desacraliza la naturaleza, al mismo tiempo que se seculariza el asombro. A diferencia del asombro que sentimos frente a la inmensidad del mar, o al experimentar las sacudidas de un sismo verdadero, este nuevo asombro no provoca recogimiento ni introspección alguna, y está lejos de ser una experiencia de comunión con el universo. Por otro lado, mientras el asombro ante los fenómenos naturales pone en evidencia nuestra pequeñez y nos hace más humildes y respetuosos, el asombro originado en artilugios tecnológicos nos hace sentir poderosos, geniales e imbatibles. Amos y señores del universo.

Me dan ganas de llamar a mi amigo y hablarle de todo esto, decirle que a veces tanta diversión adormece, pero me aguanto porque sé que no le gustaría. Quizá me diría que soy incapaz de divertirme. O que tengo cierta dificultad para ser feliz. Y aunque seguramente tendría algo de razón, a mí me gustaría contestarle como Bernard a Lenina, cuando ella insiste en que tome un gramo de soma para curar su melancolía: "Prefiero ser yo mismo -dijo Bernard-. Yo y desdichado, antes que cualquier otro y adormecido".

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