lunes, 12 de octubre de 2009

- ENFERMOS -





Fruto de la falta de educación, el populismo sirve a los poderosos





Fijar la enfermedad



René Balestra
Para LA NACION
Noticias de Opinión




Para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la soberanía es preciso educarlas. Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que racionales, quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser libres y no conocen la senda de la libertad."
Esteban Echeverría

ROSARIO.- La tarea de pensar está al alcance de cualquiera. Todos los seres humanos tenemos a nuestra disposición el mecanismo formidable de la razón. Esa capacidad innata es la que, a través de los siglos, nos sacó de las cuevas prehistóricas. Eso no significa que todos la ejerciten. Desgraciadamente, la generalidad se apoltrona, se deja estar en un territorio de adormecimiento mental. La abulia de la cabeza les permite permanecer en un estado intermedio entre lo específicamente humano y lo simplemente animal.

Aunque sea una estruendosa paradoja, millones de seres humanos, a través de la historia, se han negado sistemáticamente a desempeñar el rol para el cual estaban dotados. Uno de los pensadores contemporáneos que mejor lo expresó fue José Ortega y Gasset. En un libro póstumo, Sobre la razón histórica , señala que cada uno tiene que plantearse qué ha de ser en la vida, primero como pregunta y luego como tarea. Es decir: como quehacer, sabiendo que sobre el hueco de lo zoológico, que heredamos en el repertorio genético, la razón tiene que edificar, con la vida de cada uno, lo humano. Somos, por lo tanto, inexorable e insoslayablemente racionales. Sólo lo humano lo es. Fuera de la razón, ruge el instinto, que es también humano, pero necesita pensar para terminar de formarse.

La razón es el componente imprescindible que nos eleva de la charca zoológica a la estatura intelectual. Es una empresa, es un esfuerzo, es una tarea en que cada yo debe empeñarse. No se da por añadidura, no es automático. Por eso, hasta en el lenguaje de la palabra "educación" está el esfuerzo. Educar viene del latín e-ducere , que significa "conducir hacia arriba". Eso siempre ha sido, y continúa siéndolo, voluntad tesonera. En el origen de nuestra cultura está presente. Sócrates nos lo dijo para siempre: "Conócete a ti mismo". La lógica, el razonamiento, la comprensión, tal como los conocemos y ejercitamos, son creaciones griegas. Todo proceso educativo, toda educación, es un inmenso esfuerzo por lograr que cada ser humano adquiera las herramientas imprescindibles, primero para descubrirse, es decir, conocerse, y después para edificarse, lo que significa construir una versión única e irrepetible de humanidad. Los infinitos hilos de la existencia no se volverán a encontrar jamás en ese centro impar que es cada yo. De allí la tarea raigal de educar. Se trata de acompañar la gestación y el crecimiento de la persona.

A diferencia de las demás especies animales, el ser humano no se completa por el solo transcurso del tiempo. La pantera, el caballo, la gallina de Guinea, perfeccionan la raza por el simple devenir de los días. Toda especie adulta de animal ha coronado su naturaleza. El hombre necesita la creación y el ahondamiento. Y ésa es una ardua y denodada empresa educativa. Por eso el común es ignaro, anodino, indistinto. Cuando no salvaje y agresivo. La condición humana es un nivel al cual se llega ascendiendo. El común no lo hace: se deja estar. Permanece. Perdura en el horizonte inicial. Esto, que es casi una verdad de Perogrullo, lo han sabido desde siempre los auténticos civilizadores. Porque eran civilizadores y porque eran auténticos se preocuparon y se ocuparon de elevar a esa inmensa masa bárbara hasta convertirla en ciudadanía. Esto significó y continúa significando que cada uno de esos seres potenciales -gracias al fecundo proceso educador- se hayan transformado en personas que se pertenecen a sí mismas y pueden ser artífices de su propio destino.

El horizonte de la vida humana, desde que ascendió al nivel necesario, ha ofrecido también el espectáculo de los aprovechados. De los que advirtieron el fenómeno y decidieron beneficiarse pro domo sua , es decir, para sus particulares intereses. La historia debe de ser tan antigua como la misma humanidad. Pero importa recordar aquí cuando la república romana otorgó a todos los hombres libres, sin distinción de linajes, la ciudadanía. Rápidas como un resorte, aparecieron algunas familias patricias dispuestas a mantener económicamente a los nuevos votantes con la condición de ser votados, a su vez, por ellos el día de los comicios. Se inauguró una nueva especie, que tomó el nombre de "cliente". Esa dependencia atravesó las épocas -con sufragio o sin él- y perdura, lozana, en nuestros días. Tuvo distintos nombres, se encarnó de diversas maneras, pero protagonizó siempre la subordinación, la falta total de autonomía y la incondicionalidad respecto del patrón y señor de existencias sumidas.

Esa desigualdad abyecta -como un daguerrotipo- se disfrazó siempre de amor desmesurado al vulgo. El montón fue elevado verbalmente a valor. En el mismo momento en que se lo adormecía como ganado, se lo castraba para toda independencia. El populismo no es lo popular. Como el clericalismo no es lo religioso, ni el militarismo lo militar. Son sus deformaciones patológicas, que desnaturalizan totalmente el sentido original del concepto. El populismo arrulla y acaricia constantemente a la masa ignorante para fijarla, para que continúe siendo una masa maleable y no se convierta jamás en personas. Los médicos conocen el mecanismo de ciertos enfermos que se transforman en el centro de atención de sus familias. El interés morboso que generan los coloca en el eje del hogar. Logran un protagonismo enfermizo, pero exclusivo. Consciente o inconscientemente, no se quieren curar. Algo parecido sucede con las masas populistas de nuestros días. Eternamente en movimiento. Agrediendo. Interrumpiendo la vida normal y transformándose en noticia cotidiana de todos los formidables medios de comunicación. Se convierten en el foco de lo habitual. Logran notoriedad. Los que los sostienen y alimentan, que son los que los usufructúan políticamente -como los antiguos patricios romanos degradados- los tienen de clientes.

Ese círculo perverso no tiene salida. La muchedumbre ignorante puede repetir una y mil veces lo que gritó envilecida en la España de Fernando VII: "¡Vivan las cadenas!" Sólo un impulso oceánico de educación puede remediar este espanto. Entre nosotros, Echeverría, Alberdi, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca, entre otros, supieron desde siempre que el ulular de la barbarie sólo puede cesar por la escuela. En su momento, transformaron un desierto en un formidable país, que fue imán de atracción mundial.

Cuando giramos el cuadrante del análisis, cuando abandonamos el examen de la desgarradora realidad del salvajismo, cuando inventamos la verdad imposible que trastoca la realidad, embelleciendo la decadencia, empezamos nuestra propia declinación. En ningún orden de la vida lo vulgar se valora. Ni en las profesiones, ni en el deporte, ni en el arte. ¿Por qué habría de ser distinto en la política? Estamos tentados de contestar: porque existen versiones modernas de los antiguos romanos corruptos que anhelan perdurar en el abuso de sus clientes perpetuos.

Como desde la aldea griega del inicio, la llave que abre la puerta de esa cárcel es la educación. Sólo ella puede curar la enfermedad.

Cualquier similitud entre este análisis y la realidad clientelista del oficialismo de turno en la Argentina con sus patricios opulentos y vividores está absolutamente justificada. e_SCrt LA NACION

El autor es director del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Belgrano.

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