miércoles, 14 de mayo de 2008

- ALIMENTOS -



El mundo demanda alimentos


Por Alieto Guadagni
Para LA NACION
Foto: Maxie Amena



Estamos en presencia de cambios en los mercados de alimentos que exigen comprensión, si es que queremos diseñar políticas productivas que creen empleo y reduzcan la pobreza.

Recordemos que, durante treinta años, a partir de la década del 70, los precios de los alimentos se redujeron mundialmente (70% en términos reales). Influyeron en esta declinación los subsidios de los países industrializados. Pero en los últimos años, esta tendencia se revierte drásticamente. Lo que está ocurriendo hoy con la demanda mundial de alimentos se inscribe en la descripción de las ondas largas (de más de 50 años) que estudiaron Kondratieff y Schumpeter, para explicar los procesos expansivos de largo plazo de la economía mundial.

El mundo vive hoy una onda larga de crecimiento impulsada por las naciones emergentes, especialmente en el Asia-Pacífico, con enorme gravitación demográfica; el dato nuevo son centenares de millones que anualmente se incorporan al mercado en demanda de más proteínas animales.

Para nosotros ha cambiado el gris escenario internacional, que veníamos padeciendo desde la Gran Depresión de los treinta, cuando empezó la larga era de precios agrícolas en descenso. La cuestión es saber si seremos capaces de aprovechar esta oportunidad y no desperdiciarla con políticas erróneas.

La Depresión Mundial de la década del 30 inauguró un período de bajos precios agrícolas. En este contexto, Raúl Prebisch elaboró su teoría sobre el "deterioro de los términos de intercambio", que implicaba la imposibilidad de que la agroindustria pudiese liderar el crecimiento económico.

En esta visión se justificaba la imposición de retenciones ante cualquier alza de precios internacionales, ya que se pensaba que sería transitoria y estos impuestos servirían para captar rentas sin afectar las escasas inversiones agrícolas. En esta concepción del comercio internacional, las retenciones tenían la virtud de generar recursos fiscales y contener alzas bruscas de precios de los alimentos sin pagar los costos de menos producción.

Pero el siglo XXI es distinto del pasado: según The Economist , el índice mundial de precios de alimentos está en su valor más alto desde 1845. Hay hoy más de 3000 millones de personas en los países emergentes que demandan más cereales, oleaginosas, carnes, leche, hortalizas, legumbres, frutas, pescados y vinos. Ellos mandan, por medio de los precios en alza, un mensaje muy claro: "Necesitamos sus alimentos porque nuestro nivel de vida está mejorando velozmente".

Las retenciones son atractivas, ya que impiden el alza del costo de los alimentos en el mercado interno, con lo que evitan así presiones inflacionarias. Además, su recaudación es simple, por intermedio de la Aduana; son fáciles de imponer, ya que no exigen la aprobación del Congreso y constituyen una tentación para los secretarios de Hacienda, pues el Tesoro embolsa toda la recaudación sin coparticipar a las provincias (ni siquiera a las que generan la producción).

Son pocos los países que gravan sus exportaciones. La Argentina lidera este reducido grupo, ya que aplica no sólo impuestos a sus exportaciones, sino que además les impone restricciones cuantitativas. El daño que causan al crecimiento agroindustrial estas medidas es superior al costo que venimos soportando por los subsidios y el proteccionismo que los países ricos inventaron después de la Segunda Guerra Mundial, contra el cual hemos bregado durante décadas en los foros internacionales.

La cadena agroindustrial es hoy la principal fortaleza de la estructura productiva argentina, con más de la tercera parte del empleo y casi el 60% de las exportaciones totales; estas producciones son demandantes de nuevas tecnologías y modernas maquinarias, impulsadas por un empresariado innovador y dinámico. La abolición de las retenciones tendría un efecto positivo sobre la inversión y la incorporación de más tecnología, lo cual redundaría en más producción y más empleo en la cadena agroindustrial, y contribuiría a un crecimiento regional equilibrado. Este proceso de expansión reduciría la pobreza, ya que se crearían 300.000 empleos.

Pero consideremos la propuesta de eliminar las retenciones y dejar que los mercados funcionen; esta propuesta no es viable, por dos razones. En primer lugar, aparecería un agujero fiscal, insostenible en un país endeudado como el nuestro; además, el impacto del alza del precio de los alimentos implicaría que más de un millón de compatriotas cruzara la línea de la pobreza, lo cual significaría un enorme e injustificado costo social.

Por esta razón, no basta con asegurar la ecuación fiscal, ya que la mera eliminación de las retenciones tendría un inmediato impacto alcista en el precio de los alimentos. No existirá, entonces, viabilidad política para esta propuesta si no se protege lo suficiente al segmento más pobre de la población.

Existen muchas formas de establecer subsidios focalizados a estos consumidores, que deben ser protegidos. Los subsidios focalizados correctamente, es decir, sin clientelismo político, tienen la virtud de asegurar la cohesión social, sin pagar el costo del desaliento a la expansión productiva causado por políticas de subsidios indiscriminados a toda la oferta interna de alimentos.

Una razonable propuesta de expansión productiva e inclusión social tiene tres pilares. Primero, eliminación gradual de las retenciones, comenzando inicialmente por las producciones regionales, siguiendo por la carne, lácteos y cereales y terminando, en último lugar, con la soja. Segundo, implementación de un programa de subsidio directo a consumidores pobres; finalmente, actualización del impuesto provincial a la tierra a la realidad de los valores actuales del mercado.

El impuesto a la tierra es claramente mejor que la retención, porque no desalienta la producción, al ser un costo fijo que se diluye cuando aumenta el volumen producido (lo contrario de la retención). El ingreso se redistribuye en serio de ricos a pobres, con los impuestos directos (ganancias e inmobiliario).

Los impuestos indirectos, como las retenciones, son inútiles para este meritorio objetivo y, en muchos casos, redistribuyen ingresos de productores pobres a consumidores ricos (una familia rica consume el triple de lácteos que una pobre).

Esta propuesta, además, fortalece el federalismo fiscal y la autonomía política de las provincias (aumentan los recursos coparticipables como el impuesto a las ganancias y los provinciales). Las provincias y los municipios necesitan con urgencia recursos para atender la seguridad, la salud, la educación y cubrir el déficit de infraestructura.

Escuchemos el llamado del mundo que crece y quiere alimentos; nosotros podemos producirlos, mejorando simultáneamente el bienestar de todos los argentinos. No hay antagonismo entre una mejor distribución del ingreso y la expansión productiva. El antagonismo es entre políticas productivistas y políticas de estancamiento.

Es urgente definir una nueva estrategia de inserción internacional de la Argentina en un mundo ávido de alimentos, como hace con mucha inteligencia nuestro socio, Brasil. Es posible aprovechar esta onda larga de demanda internacional y, al mismo tiempo, reducir la pobreza. Lo que se requiere es entender lo que está pasando en los mercados globales y estar dispuesto a implementar políticas fiscales y sociales que no desalienten la producción y sean, al mismo tiempo, equitativas.

El autor es investigador principal del Conicet.

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