viernes, 15 de agosto de 2008

- EN LA SOLEDAD -




San Martín en Saldán


Por Abel Posse
Para LA NACION




San Martín se instaló en la finca de Saldán, en las afueras de Córdoba. Venía de los trabajos y de las indecisiones de las reuniones en Tucumán, donde nuestros ejércitos fracasaban ante los españoles. Ya en Tucumán, se había sentido muy mal y le habían recomendado Córdoba para recuperarse.

Lo más tentador sería para él reencontrar su soledad y su reflexión, sin el asedio de la hojarasca verbal de los criollos. Traía consigo el alivio de la grandeza espiritual y del coraje militar de Belgrano. En Salta, había afirmado la determinación de la guerra gaucha de Güemes, sabiendo que ese guerrero denodado le aseguraba la posibilidad de avanzar en su plan estratégico secreto. Un plan que a la gente de buen sentido parecería más bien un disparate. Pero sentía que Güemes era realmente capaz de cerrar el paso de los españoles hacia el Sur.

Se instaló en la casa de Saldán con sus petacas y armas, con sus pocos libros. Le era imprescindible preparar el cuerpo de quien se propone una aventura bélica digna de Aníbal. Y su cuerpo flaqueaba. Pero en esa finca apacible, con su huerto, su jardín, sus pájaros, podría definir los pasos de su temeraria estrategia de atacar a España y llegar hasta el epicentro colonial, el Perú, por un camino inimaginable para la lógica. No era menos importante para San Martín aprovechar ese intervalo tranquilo para efectuar el balance y la reflexión sobre esos primeros años de las Provincias Unidas. No se había logrado amañar con el atraso cultural, con la improvisación revolucionaria, con el estilo de gente de colonias. Incluso su casamiento. Su relación con una de las familias más encumbradas de Buenos Aires, con los Escalada y la dulce Remedios En Saldán encontraba el espacio para esa reflexión existencial que se debía.

Visité la finca de Saldán a comienzos de año, recibido por el doctor Arrambide y sus hijos, tan dedicados a conservar ese santuario sanmartiniano. Me muestran el cuarto, la cama, un armario con libros. Una pieza de convaleciente, de insomne.

Afuera, un jardín con ondulaciones de raíces antiguas, senderos de ladrillo, una glorieta para comer en las noches de verano. El general solitario iba y venía por esos espacios de jardín criollo. Había un nogal con una mesa y allí redactó sus planes secretos. No podía confiar más que en unos pocos. No quería reconocerse desilusiones. Sólo le cabía la respuesta del coraje solitario: llevar a cabo la obra militar que se había propuesto y desconocer la "pajamulta politiquera" con sus solemnes estrategas de ejércitos imaginarios.

Seguramente evaluó las diferencias y se sintió un poco lejos de su familia. Pronunciaba un castellano muy marcado. No podía aflojarse y dejar de ser tan español y tan militar. Se había zambullido en la aventura de América para desligarse de la decadencia asombrosa de España y para cumplir con los ideales de una sociedad liberal, la propiciada por ese Napoleón que combatiera en suelo ibérico. Pero no podía dejar de sentirse como un extranjero entre esta gente de parla afable y anecdótica.

Remedios, Mariquita, Mercedes cantando junto al clavicordio y riendo de las zafadurías. La reja florida, el vino fresco y las campanas de la Merced marcando el tiempo amable de ese Buenos Aires de verano. La gracia. La vida fácil y alegre. Ni ante la graciosa Remedios, más cerca de la infancia que de la adultez, lograba aflojarse. Tratar de ser divertido es fácil o imposible. El estaba destinado a la gravedad, a pocas palabras, pensadas.

En la casa de Saldán hay una amplia galería con sillones de algarrobo. Imaginé a San Martín tendido allí, cubierto con su poncho, en la alta noche de insomnio mirando el cielo estrellado. Lo imaginé perplejo ante el destino que había elegido. Es la perplejidad de un hombre que puede preguntarse: "¿Cómo vine a parar aquí? ¿Es éste el camino de lo que debo hacer para ser?". La noche increíble de Córdoba. Y ese silencio cósmico al que uno trata de robarle un signo de respuesta.

Uno de los pocos que trataba con placer, Rodríguez Peña, le dijo que desde la revolución de Buenos Aires todo se desmoronaba en improvisaciones. La ineptitud no sustituía la rigidez de la organización pesada, pero enérgica, de la Colonia. "Estamos por debajo de lo que había. Sin España, a esta gente no le queda más que polvo y desierto y algún libro de Rousseau en el fondo de un armario. Esto terminará en sangrienta anarquía o en otra dominación."

Había cabalgado aquella nada desde Buenos Aires al extremo norte. Cardales resecos. Jaurías hambrientas. Postas miserables bajo un par de ombúes donde los llamados gauchos matean o toman caña echados sobre los aperos con sus crenchas sucias y sus miradas de rencor para todo lo que amenace higiene o progreso. Embrutecidos en su libertad para la nada. La queja de la roldada del jagüel levantando esa agua que ahuyentaría hasta al sediento. Pueblos de taperas sin árboles ni huertos. De vez en cuando, alguna espadaña con su campanita clamando en la inmensidad por un dios huido.

De esa materia desganada, comprendió que debía esculpir guerreros de uniforme y disciplina. Debía concentrarse en Mendoza y sacar de la nada un ejército. Hacer cañones, pistolas y carabinas, municiones, sables, monturas. Todo había que robárselo al vacío: los hombres, los uniformes y las armas. Una bandera con viento de coraje y muerte.

En las interminables cabalgatas ya había aprendido que la supuesta revolución y la posible independencia eran sólo palabras. Los charlatanes del café de Marco, entre sus copas de anís y su atroz tabaco salteño, habían cedido al juego de la tentación de existir que durante tiempo les daría la arrogancia del político. Se divertirían más que con los naipes y el chaquete. Soñarían con un fasto de senadurías y embajadas.

En Tucumán había advertido el peligro del independentismo militarista. La simplificación de que vencer a España los igualaría mágicamente y hasta los pondría por encima. San Martín ya no compartiría con Bolívar ese objetivo de meros triunfos napoleónicos, para luego entronizar en el poder a decenas de caudillos locales, con su filosofía de degüello y de enriquecimiento con cueros al por mayor. San Martín ya sentía en profundo lo que lo opondría definitivamente a Bolívar, antes y después de Guayaquil, y que Mitre señaló como el pensamiento central y más importante del libertador argentino: independencia sin cortar con la cultura de los países centrales, creando lazos permanentes por medio de monarquías constitucionales. Sin esta determinación, nuestra América quedaría como un continente nonato, de segunda categoría en el concierto mundial.

Allí no sólo definió el más corajudo empeño que expondría en Punchauca y en Miraflores al virrey De la Serna, en plena guerra, antes de entrar en Lima: un triunfo militar que negase la cultura y el progreso sería crear el resentimiento de tiranos de esa misma raza de quienes llevarían a la muerte a Bolívar, en 1830. Triunfo militar, pero también suicidio cultural, y ese resentimiento de América ante el mundo central.

En el silencio de las noches de Saldán, en su depresión, supo que estaba solo ante la familia, ante la España decadente de la que había renegado, ante esos porteños dicharacheros y vividores. Estaba solo y sintió que debía ser y habitar su destino mayor: empecinarse en la misión militar más imposible de su tiempo.

El autor es novelista y ensayista.

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