domingo, 28 de diciembre de 2008

- CUBA -





A 50 años de la revolución


Cuba, un sueño en su encrucijada


Tras medio siglo de férreo gobierno castrista, sin desarrollo y la censura, Cuba está lejos hoy de haber cumplido con las promesas de la revolución. Pasado, presente y futuro de uno de los grandes mitos rumbo político y acosada por la pobreza, la falta de nuestro tiempo


Por César González Calero
Noticias de Enfoques - La Nación
Fotos: Silvana Nicastro



A la entrada del pueblo de Birán, en el corazón del oriente cubano, un cartel con la célebre divisa guevarista saluda a los visitantes: "Hasta la victoria, siempre". Cuando se observa la inmensidad del valle de Birán, uno imagina la sensación de poder que debió experimentar Angel Castro, uno de tantos gallegos que llegaron a Cuba a principios del siglo pasado sin un centavo en el bolsillo. Era tan reservado que cuando murió nunca se encontró la llave de su caja fuerte. Cuando consiguieron abrirla, sólo descubrieron documentos y algunas joyas. Porque don Angel no era acaparador y aunque llegó a hacer fortuna, la invirtió en sus tierras, en su país en miniatura. A sus jornaleros nunca les faltó alimento ni cama. Disponían de medicinas, escuela y hasta un cine para matar las horas de ocio. A don Angel lo único que le exasperaba era perder. Si no ganaba al dominó, arrojaba las fichas al suelo con rabia. A su quinto hijo (llegó a tener nueve), Fidel Alejandro Castro Ruz, que nació en la finca de Birán el 13 de agosto de 1926, tampoco le gustó nunca el dinero. Ni perder. De niño, cuando jugaba al béisbol, él era el pitcher, el lanzador. Y no le hacía ni pizca de gracia perder un solo juego. La victoria, siempre.





El 8 de enero de 1959, cuando entró en La Habana como un Mesías de verde olivo y cartuchera al cinto, Fidel Castro se mostraba exultante. Había vuelto a ganar. Y no estaba dispuesto a compartir su victoria con nadie, como les quedó claro aquel mismo día a los demás grupos revolucionarios que también se habían dejado la piel contra la dictadura de Fulgencio Batista.

Para qué andaban recolectando armas, les regañó Fidel en el cuartel Columbia, si el Movimiento 26 de Julio (su organización) ya estaba al mando de todo.

Las biografías y estudios sobre Fidel Castro ocupan toneladas de papel.

Pero no hay mejor retrato del jefe de la revolución cubana que sus discursos, un corpus de miles de palabras con las que Castro fue cincelando la figura de un personaje extraordinario, descomunal, irrepetible. Eximio orador y brillante histrión, Castro hizo de cada una de sus arengas al pueblo un canto a la figura del comandante en jefe irreemplazable que habría de guiar a su pueblo durante décadas. Sin la potencia seductora de su voz, sin el magnetismo hipnotizador de sus gestos, la revolución cubana no habría sido la misma. El 70 por ciento de la población actual de la isla nació después de 1959, con el referente único de ese paterfamilias que enseñó a sus compatriotas con qué libros tenían que aprender a leer (el Pedagogo en Jefe), qué dieta debían seguir para estar más saludables (el Nutricionista en Jefe) o qué hacer cuando un ciclón se aproximaba (el Meteorólogo en Jefe).





El comandante de mecha jacobina descubrió enseguida la trascendencia de ese "diálogo con el pueblo", bien fuera a cielo abierto o a través de un artefacto recién inventado y que le vino como anillo al dedo: la televisión.

"Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho". Esta máxima, dedicada en un principio a los artistas e intelectuales cubanos reunidos en la Biblioteca Nacional en junio de 1961, describe a la perfección el laberinto por el que ha transitado la revolución cubana a lo largo de medio siglo bajo el faro omnisciente de Fidel Castro. Porque en la doctrina política de este hombre tocado por la gracia del destino no caben medias tintas. "Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad", les aseguró Castro a los intelectuales recelosos del sesgo autoritario que iba adoptando el nuevo régimen. Enseguida, los hechos le dieron la razón a aquellos que ya entonces, con gran olfato, procesaban las palabras de Castro en el sentido contrario al eco de sus promesas. Ese mismo año de 1961, Castro cerraría el semanario Lunes de Revolución (la perla cultural de la nueva Cuba), dirigido por una joven promesa literaria de la revolución: Guillermo Cabrera Infante. Y una década más tarde, en 1971, el caso del poeta Heberto Padilla (acusado de contrarrevolucionario, encarcelado e "invitado" a retractarse) abriría los ojos de muchos intelectuales al verdadero rostro del régimen cubano. El escritor Juan Goytisolo, defensor de la revolución en los primeros años, retrató magistralmente en uno de sus libros de memorias el mea culpa de Padilla: "La estrafalaria escenificación del acto, las dostoievskianas revelaciones del acusado [?] las referencias de los comisarios culturales a la hermosa noche [?] no son sólo un remake paródico de los procesos estalinianos sino un auténtico montaje ubuesco que hubiera colmado de arrobo al propio [Alfred] Jarry".





Luces y sombras

Desde su advenimiento, la revolución avanzaba a pasos agigantados en la alfabetización del pueblo, en la cobertura sanitaria universal y gratuita, en la expropiación de latifundios, en la nacionalización de empresas estadounidenses que habían hecho de Cuba un antro de negocios turbios. Los cambios sociales eran una realidad. Con gran firmeza, la revolución desmanteló en un abrir y cerrar de ojos el burdel en que habían convertido la isla los gobiernos corruptos precedentes, esa gigantesca ruleta tropical en la que los Meyer Lansky de turno dominaban el país a golpe de talonario y a punta de pistola.

Pero los pasos hacia atrás en las libertades individuales también fueron colosales. La creación en 1960 de los Comités de Defensa de la Revolución -un sistema de "vigilancia colectiva", en palabras de Castro- redujo al absurdo, según uno de los biógrafos de Fidel, el escritor alemán Volker Skierka, cualquier principio libertador de la revolución. Con un Comité en cada cuadra del país, la delación pasó a tener rango de ley, el miedo se impuso como una forma natural de las relaciones humanas, la paranoia colectiva se extendió como una mancha de aceite desde la punta hasta la base de la pirámide social.





En diciembre de 1992, Castro se jactó en un discurso de "haber puesto fin a toda forma de discriminación". Pero su gobierno cayó con frecuencia en los mismos abusos que se propuso combatir. Ejemplo de ello fue la creación, en la década de los 60, de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), granjas agrícolas donde fueron recluidos los homosexuales y otros "indeseables" para ser reeducados . Las UMAP fueron desmanteladas tres años después de su apertura tras una denuncia formulada en la ONU. Pero la discriminación no cesó. El régimen pensaba que la homosexualidad era una patología social (como quedó expresado en el Primer Congreso de Educación y Cultura, en 1971), y continuó marginando a todo aquel que consideraba "desviado". Como a Virgilio Piñera, uno de los grandes poetas de la época, condenado al ostracismo por su homosexualidad.





Desactivada toda oposición, Fidel tuvo pronto el camino allanado para fosilizar el proceso revolucionario y reivindicar la necesidad de un régimen unipartidista. Estados Unidos le proporcionó el guión soñado: una invasión frustrada, un ignominioso embargo económico, un arrogante Goliat imperialista frente al numantino David caribeño. Fidel Castro siempre se supo predestinado a consumar la cruzada inacabada de José Martí, la batalla final por la independencia de Cuba. Y en la beligerancia de Washington encontró el argumento ideal para aferrarse a un nacionalismo a ultranza, "patria o muerte", como principal asidero ideológico. La espada de Maceo por encima del Manifiesto Comunista de Marx.





Nacionalista de la primera hora, Fidel abrazó el comunismo por puro oportunismo político. Antes del triunfo de la revolución, su imagen se asociaba más a un Garibaldi que a un Lenin. Pero el romanticismo inicial dejó pasó al pragmatismo geopolítico. En 1965, con la Unión Soviética como gran ubre de la que la isla se alimentaba política y económicamente, Castro funda el nuevo Partido Comunista de Cuba. Y sigue interpretando lo que Skierka ha denominado "números de funambulismo dialéctico". El mismo hombre que en 1959 expresaba en la revista Bohemia su indignación por el "despotismo de dictaduras como la de la Unión Soviética", justificaba sin sonrojo en 1968 la invasión rusa de Checoslovaquia para aplastar la Primavera de Praga.





Socialismo por decreto

Lograda la institucionalización del régimen, Castro acomete la "gran ofensiva revolucionaria" para controlar toda la actividad económica del país. "¿Vamos a construir el socialismo o vamos a construir puestos de venta al aire libre?", se preguntó el comandante ante una enfervorecida audiencia en marzo de 1968. Los vendedores callejeros de hot dogs y papas fritas se pusieron a temblar. Con cifras en la mano, el comandante podía demostrar que un 95,1 por ciento de ese lumpen contrarrevolucionario no había hecho ningún esfuerzo por integrarse a la revolución. Y debían pagar por su osadía. Ellos y otros 58.000 pequeños negocios que echaron el cierre sine die. La "propiedad socialista" fue instaurada por decreto. Y el Estado pasó a ocuparse de todo, desde la venta de helados a la reparación de autos, pero, eso sí, sin socializar nunca entre los trabajadores los medios de producción. Esto es, implantando ese modelo que el pensador alemán Rudolf Rocker llamó la "grotesca caricatura del socialismo": el capitalismo de Estado bajo el paraguas del partido único, a imagen y semejanza del bloque soviético.





Mientras la Unión Soviética estuvo en pie, la estrategia de Castro (dependencia económica y férreo control político) funcionó como un reloj suizo. Pero tras el derrumbe de la URSS, en la década de los 90, el llamado Período Especial puso a prueba la capacidad de resistencia del régimen. Castro aprobó con las mejores calificaciones, urdiendo crisis migratorias y amenazas de invasión constantes, pero, ante todo, comprobando que tres décadas de lobotomía colectiva habían dado los resultados deseados: la parálisis total de la sociedad civil.

Superados los peores momentos, Fidel reemprendió su cruzada. El caso del balserito Elián González, retenido en Miami por familiares mientras el padre reclamaba su custodia en Cuba, fue la coartada perfecta para la última escaramuza ideológica de Castro. La Batalla de las Ideas acababa de nacer. Eliancito retornó a la isla, para regocijo del comandante, que había vuelto a vencer. Y con el niño-héroe regresaron también las marchas del pueblo combatiente, las consignas necrófilas, las apariciones maratonianas en la televisión? En los primeros años de este siglo, un Fidel Castro con energías renovadas ofrecía de nuevo su versión más teatral, para desasosiego de una población exhausta. Volvían los años duros de la confrontación ideológica: persecución de disidentes, fusilamiento exprés de unos secuestradores de una lancha de pasajeros, recentralización de la economía? Hasta que en 2006 (un 26 de julio, fecha emblemática para Castro) le estalló el estómago de tanta bilis acumulada, y las luces de ese espectáculo esperpéntico se apagaron, dando paso a una versión descafeinada de la función, interpretada ahora por un actor mediocre, anodino, fútil, llamado Raúl Castro.

Cincuenta años después de la epopeya revolucionaria, el hombre nuevo con el que soñó el Che Guevara es hoy un buscavidas que sobrevive vendiendo en la calle lo que le roba al Estado. Los principios revolucionarios se fueron desplomando en la isla sin que nadie pusiera remedio, como esos balcones desgajados de las casonas de Centro Habana. Y el sistema vive así, apuntalado y en una permanente estática milagrosa , esa maravillosa expresión acuñada por los urbanistas cubanos para definir la asombrosa resistencia de los descuidados edificios centenarios de La Habana.

La revolución cubana, el proyecto social que despertó las simpatías de millones de personas en medio mundo, ese "huracán sobre el azúcar" del que habló Sartre, la revolución "de los humildes y para los humildes" que encandiló a la izquierda internacional, hace muchos años que se autodestruyó a sí misma, transformándose por obra y gracia de su guía espiritual en un régimen totalitario, en una apisonadora de conciencias críticas, en un rodillo represor bajo el que las voces discrepantes fueron marginadas, humilladas, recluidas.

Hoy, de esa hazaña revolucionaria no queda más vestigio que el juguete roto de un caudillo visionario que soñó -que sueña todavía en el otoño de su existencia- con la gloria eterna. Y con la victoria, siempre.

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