viernes, 14 de agosto de 2009

- EL CONO -





Elecciones presidenciales



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Alvaro Abos
Para LA NACION
Noticias de Opinión



Durante el próximo año y medio, habrá elecciones presidenciales en tres países del Cono Sur. Tres mandatarios que gozan de amplia aceptación dejarán el poder. ¿Tendrán continuidad los actuales gobiernos de Uruguay, Chile y Brasil, o serán sucedidos por opositores? En todo caso, ¿qué nos enseñan, desde una óptica argentina, esos procesos?

En Uruguay se elegirá nuevo presidente en octubre. Hace poco, se enfrentaron en una interna abierta Danilo Astori y José Mujica, los precandidatos del Frente Amplio, formación del actual presidente, Tabaré Vázquez. Como es sabido, ganó Mujica, quien quedó consagrado candidato. De inmediato, se produjo algo que no estaba tan claro antes de esos comicios: Mujica ofreció a su vencido la candidatura vicepresidencial.

Danilo Astori había sido el preferido de Tabaré Vázquez, que respaldaba la fórmula Astori-Mujica. Pero éste no la aceptó, disputó la candidatura presidencial y triunfó. Que Danilo Astori, ministro de Economía de Tabaré Vázquez, ha sido el principal artífice del buen desempeño de la economía uruguaya en estos años es reconocido por todo el Frente Amplio, empezando por el propio Mujica. Este no sólo invitó a su rival interno a integrar la fórmula, sino que ofreció al equipo de Astori la conducción económica en un eventual nuevo gobierno del Frente Amplio durante el período 2010-2014.

De esta manera, el antiguo tupamaro, luego, ministro de Agricultura de Vázquez y en la actualidad chacarero, garantizó que el rumbo de la economía no variará sustancialmente. Pepe, que tiene ya más de 70 años, modificó así la situación preelectoral con el propósito de retener al electorado independiente que confiaba en Astori y su perfil moderado y que quizá se asustara de Mujica, aun cuando su imagen actual se parezca más a la de un buen abuelo que a la de un ex guerrillero.

La fórmula Mujica-Astori competirá con la del Partido Nacional (blanco), integrada por Luis Alberto Lacalle y Jorge Larrañaga. Según las últimas encuestas, podría haber segunda vuelta. El candidato colorado es Juan Pedro Bordaberry, hijo del ex dictador José María Bordaberry, en la actualidad preso por homicidio de opositores en 1976.

Suceda lo que suceda, Uruguay ha dado una muestra de madurez cívica: sus dirigentes bregan por el poder como cualquier político en el mundo, pero escuchan los ecos de la calle.

En Chile, las elecciones presidenciales serán en diciembre. La Concertación -integrada por el Partido Socialista, el Partido Demócrata Cristiano, el Partido Radical Socialdemócrata y el Partido por la Democracia (PPD)- gobierna Chile desde hace 19 años. Eligió candidato al democristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle, hijo de un ex presidente y ex presidente él mismo. Se enfrentará al candidato de la derecha (Alianza por Chile), el empresario Sebastián Piñera, a quien las encuestas señalaban como favorito.

Este cuadro tan estructurado, propio de la estabilidad política chilena, saltó por el aire cuando un disidente del socialismo, el diputado y cineasta Marco Antonio Enríquez-Ominami, de 36 años, dijo estar dispuesto a abrir una tercera vía y se presentó como candidato independiente. Ante la sorpresa general, las encuestas han mostrado, en las últimas semanas, el vertiginoso ascenso de este outsider , hasta tal punto que el electorado parece haberse dividido en tercios.

¿Acaso este repentino evento pone en riesgo el pulso firme de la democracia chilena? Para nada. Son roces que enriquecen la vida política sin romperla. Por otra parte, la presidenta actual, la socialista Michelle Bachelet, cuando menos se pensaba, ha recuperado altos índices de popularidad (alrededor del 70%), por la firmeza con que enfrentó la crisis económica mundial.

Por su parte, en Brasil, el presidente Lula también está despidiéndose del poder, pues en octubre de 2010 se elegirá a su sucesor. Lula, tras dos períodos de gobierno, conserva un altísimo índice de popularidad, que en febrero último alcanzaba al 84%.

Basta con caminar por la avenida Rio Branco, en Río de Janeiro, o por la avenida Paulista, en San Pablo, o por el popular barrio del Pelourinho, en Salvador de Bahía, para palpar lo que ha significado el crecimiento sostenido de Brasil durante los últimos quince años, en los que se han sucedido dos grandes presidencias: las de Fernando Henrique Cardoso y la de Lula. El avance social y económico de Brasil lo ha instalado de manera irreversible como uno de los protagonistas del mundo de hoy.

Quizás a Lula lo suceda José Serra, el actual gobernador del Estado paulista, candidato del PSDB, el partido de Fernando Henrique, o quizás lo haga la actual ministra Dilma Rousseff, candidata del Partido de los Trabajadores, la preferida de Lula. O quizás la elegida sea Marina Silva, mujer de color, precandidata del Partido Verde. Todo esto es aún incierto.

En todo caso, Brasil aguarda con serenidad esa instancia. La prensa, en las últimas semanas, ventila acusaciones de desvío de dinero oficial y tráfico de influencias contra el senador y ex presidente José Sarney (PMDB), de 77 años, aliado de Lula, a quien éste ha reivindicado públicamente.

El tema es candente, porque las denuncias de corrupción han obligado a renunciar, en los últimos años, a 2700 altos funcionarios. Sin embargo, el Partido de los Trabajadores no se ha cruzado de brazos. En el Parlamento de Brasilia se discute un código de ética al que deberán someterse, en adelante, todos los funcionarios. La clase política brasileña no se muestra indiferente al clamor de la prensa y de la sociedad. Las crisis, lejos de paralizar a una nación viva, pueden ser estímulo para la curación de sus males.

Esta vitalidad de la política es una buena noticia para la Argentina. Pero también nos causa cierta tristeza. Porque es difícil encontrar entre nosotros ejemplos parecidos. Mientras que en Uruguay vemos diálogo y debate franco, aun en la discrepancia, aquí vemos canibalismo y una lucha neurótica por el poder en la cual el adversario es demonizado.

La renovación en el corazón de la continuidad que muestra Chile, entre nosotros se convierte en repetición de viejos vicios: caudillismo, parasitismo clientelar, nepotismo desembozado. El gobierno de la Argentina convierte cualquier alusión al fenómeno de la corrupción en imputación de golpismo, y contraataca amenazando a quien lo denuncia. Mientras tanto, el mundo entero contempla con asombro la dimensión del enriquecimiento patrimonial de los gobernantes argentinos, cifras que contrastan con la pobreza de la población. ¿Código de ética para funcionarios? La iniciativa brasileña suena a chino en la margen occidental del Río de la Plata.

A esta pobre performance argentina en términos de cultura política se agrega un papel desvaído en la gestión exterior. La Argentina perdió la oportunidad de alinearse junto a las cancillerías del Cono Sur. Prefirió ser comparsa de la retórica supuestamente antiimperialista del chavismo, ese fidelismo de segunda mano que ahora, concluido el carnaval de las divisas del petróleo caro, se precipita en una pendiente cada vez más acusada.

En Venezuela se acosa y se amordaza a la prensa crítica; actúan milicias semiarmadas que intimidan opositores, a la manera inequívoca del squadrismo mussoliniano (en lugar de camisas negras, en Caracas se usan las boinas rojas). Armamentismo injustificado y provocación fronteriza casi constante contra Colombia son noticias diarias de la actualidad venezolana, presidida por la religión de Hugo Chávez: el apetito insaciable de poder personal. La reelección eterna, la concentración absoluta del mando.

Todo lo contrario a lo que vemos en Uruguay, Chile y Brasil. En pocos meses, habrá en América latina tres estadistas que volverán al llano sin dramatismos, aplaudidos por sus partidarios y respetados por sus adversarios: Tabaré Vázquez, Michelle Bachelet, Lula. Tres personalidades que habrán cumplido con ese momento epifánico de un pueblo libre que vive en democracia: un presidente elegido por el pueblo entrega el mando a otro ciudadano -su favorito o su adversario, pero nunca su pariente ni su compadre- y se va tranquilo a su casa, a esperar el juicio de la historia. Sin temer venganzas ni afrontar tremebundas cuentas pendientes. Sencillamente.

Sólo el día que tengamos a un Fernando Henrique Cardoso, a un Julio María Sanguinetti, a un Ricardo Lagos o a un Lula, o a una Michelle o un Tabaré que puedan decir: "Cumplí. Hice lo que pude. Entregué la posta", sólo ese día la Argentina podrá decir que se recibió de país democrático.

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