sábado, 1 de agosto de 2009

- GAS Y LUZ -




Malas políticas y golpes tarifarios


Una política equivocada y mal llevada ha llegado a su crisis en el peor momento y desborda los presupuestos familiares



Noticias de Opinión
La Nación


Los usuarios de gas y electricidad se han visto sorprendidos en las últimas semanas por la magnitud de los aumentos en las facturas de estos servicios. En el caso de los consumidores de electricidad de la Capital Federal, el Gran Buenos Aires y La Plata es frecuente encontrarse con montos que triplican los que se venían pagando hasta el momento. En otras regiones los aumentos de la electricidad han sido más moderados debido a que las concesionarias reguladas por los gobiernos provinciales en general mostraban retrasos tarifarios menores. En el caso del gas, el fenómeno del gran salto tarifario abarca hoy a los usuarios residenciales de todo el país.

El inevitable sinceramiento de los precios después de siete años en que prácticamente estuvieron congelados ha llegado ahora sin anestesia. En cada hogar ha recaído, sin previo aviso, sobre cantidades consumidas en función de tarifas que se suponían inferiores a las que finalmente se aplicaron en su factura. Lo mismo está ocurriendo con el gas de redes.

Y es probable que lo peor esté por venir. Basta citar que, en el caso de las tarifas residenciales de gas en la Capital Federal, se han aplicado subas de hasta 72 por ciento, a lo cual debe añadirse un cargo que llega a duplicar la tarifa original por el decreto 2067/08, dirigido a un fideicomiso estatal para compras de combustibles en el exterior y nuevas obras. Pero en la última facturación no se han incluido las penalizaciones del Programa de Uso Racional de Energía, ya que las empresas están a la espera de una definición de la autoridad reguladora, por lo que los valores que lleguen a los clientes podrían volver a volar en semanas más.

En todos los casos la reacción de los usuarios es negativa, acorde con la presunción de que están frente a un abuso. El monto por pagar desborda los presupuestos familiares, y su reacomodamiento requiere cambios de hábitos y resignarse a un menor confort. Algunas asociaciones de consumidores iniciaron acciones de amparo contra los aumentos y han obtenido dictámenes judiciales que los facultan a pagar sólo hasta el monto determinado con la tarifa anterior.

Tanto los usuarios como las empresas prestadoras están pagando tributo a una política gubernamental absolutamente irracional e insostenible. Desde la devaluación y la pesificación de comienzos de 2002, la declaración de la emergencia económica permitió al Gobierno imponer el congelamiento de las tarifas en pesos corrientes. Las cláusulas de ajuste por la cotización del dólar más la inflación de esta moneda fueron suspendidas y se estableció un plazo de 120 días para renegociar los contratos de concesión. Ese curso de acción parecía inevitable en el contexto de la fuerte devaluación y la crítica situación social del momento. Pero no podía prolongarse indefinidamente sin destruir la ecuación económica de las prestaciones y la capacidad para invertir. Sin embargo, ese plazo no se cumplió, a pesar de los reclamos de las compañías. El crecimiento de los consumos, exacerbado por las bajas tarifas, pudo satisfacerse merced a la capacidad excedente creada durante la década anterior, más la supresión de las exportaciones y, finalmente, recurriendo a importaciones de gas licuado y combustibles líquidos. La reserva técnica de seguridad en la generación eléctrica fue utilizada plenamente y debieron realizarse compras a los países limítrofes durante los picos de consumo.

Sin introducir correcciones racionales adecuadas al crecimiento de los costos, durante los últimos siete años se recurrió a fórmulas tarifarias que combinaron subsidios cruzados con invitaciones al ahorro en los consumos residenciales. Por ejemplo, se introdujeron sobreprecios o bonificaciones en relación con aumentos o a disminuciones del consumo eléctrico. Se permitieron aumentos en las tarifas de energía y gas para las industrias, aunque con la limitación que naturalmente impone tener precios distintos para un mismo bien en un mismo mercado. Se introdujeron cargos destinados a fideicomisos estatales aplicados a financiar nuevas obras. Hubo un sobreprecio en las facturas de gas que no fue a productores ni distribuidores, sino al Gobierno para solventar las costosas importaciones de gas licuado. En las provincias que aplicaron sus propias regulaciones y controles se admitieron tarifas eléctricas más elevadas.

Se llegó así a un intrincado laberinto de precios y de retrasos heterogéneos que distorsionaron completamente las señales necesarias para racionalizar los consumos, y produjeron a su vez un absoluto desaliento a la inversión y a la producción energética. Las pérdidas operativas de las empresas fueron compensadas, aunque no en todos los casos, mediante subsidios gubernamentales que, en 2008, rozaron los 20.000 millones de pesos.

El deterioro de las cuentas públicas, claramente visible desde mediados del año anterior, motivó ahora al gobierno nacional a admitir un aumento de las tarifas para evitar un desborde mayor del gasto en subsidios. También por su lado el retraso de las inversiones y del mantenimiento en las empresas hicieron inevitable el ajuste tarifario.

Una política tarifaria equivocada y mal llevada ha entrado en crisis en el peor momento para intentar remediarla. El gobierno nacional, responsable de esta situación, es quien debe instrumentar ahora las medidas para amortiguar el impacto social de estos ajustes sobre aquellos que no están en condiciones de afrontarlos.

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