jueves, 18 de octubre de 2007

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Chicos malos


“¡Que se vayan todos! fue la consigna más revulsiva y anárquica de la que, desde el Mayo Francés, tengamos memoria”, dice el prólogo de la reedición argentina del libro El anarquismo, de Daniel Guèrin, uno de los mayores pensadores revolucionarios de la Francia del siglo XX.

Por Jorge Fontevecchia
Diario Paerfil


BARRA BRAVA POLITICA

Esa es la mirada que la clase media tiene de Quebracho, la más rebelde y combativa organización de base del país

“¡Que se vayan todos! fue la consigna más revulsiva y anárquica de la que, desde el Mayo Francés, tengamos memoria”, dice el prólogo de la reedición argentina del libro El anarquismo, de Daniel Guèrin, uno de los mayores pensadores revolucionarios de la Francia del siglo XX.

Pocas veces tanta gente, sin saberlo ni proponérselo, adhirió a consignas anarquistas como el 19 y 20 de diciembre de 2001 las señoras que hicieron sonar sus cacerolas.
La misma inconsciencia de su trascendencia histórica la tuvo otra señora que en 1991 decidió acampar durante 81 días frente a Tribunales reclamando la actualización de su jubilación. Norma Plá, a pesar de su edad (murió cinco años después), supo sacar fuerzas para trepar las columnas del Congreso, pasar por sobre policías y tomar varias veces el edificio del PAMI. Aterrorizó a Menem, hizo llorar a Cavallo y sentó las bases del primer foco de la resistencia antinoventista que luego emergería, y de la que germinaron movimientos como Quebracho (su líder, Fernando Esteche, cuenta en el reportaje de página 18 que sus orígenes fueron con Norma Plá) o los primeros piqueteros, como el hoy endulzado Raúl Castells.

A lo largo de la década, el movimiento antinoventista fue creciendo para convertirse en 2001 –potenciado por la caída de la Convertibilidad– en una bola de nieve que se llevaba puesta a toda la dirigencia política argentina.

Kirchner, como Menem, asumió después de una enorme crisis. Por eso hay muchos paralelismos entre ellos. Lo mismo sucede con sus dos predecesores, Alfonsín y Duhalde, quienes tuvieron que adelantar la entrega del Gobierno porque los empujaba la crisis económica, pero también la insurrección de un sector de la sociedad: a Alfonsín los militares y a Duhalde los movimientos populares de base.

Sus sucesores –Menem y Kirchner– también llegaron marcados por esos conflictos y sus políticas son hijas de esa problemática que precisaban resolver.
Para recuperar la gobernabilidad ambos hicieron lo mismo: mimetizarse con el discurso de la amenaza y cooptar a la mayor cantidad de esos activistas.
Muy simplificadamente, Menem “se disfrazó de militar”: nombró en el Gobierno a Alsogaray, implantó una economía conservadora y dispuso indultos y todo tipo de perdones a los genocidas de la dictadura.

Muy simplificadamente, Kirchner “se disfrazó de antinoventista”: nombró en su gobierno a piqueteros y políticos críticos de los 90 aunque no provinieran de su propio partido, como aristas y frepasistas (por el opuesto: lo que hizo Menem con la UCeDé), implantó una economía dirigista y derogó todo indulto o perdón a los genocidas de la dictadura.

Si se trascienden las enormes diferencias, tanto de forma como de fondo, y se hacen esfuerzos por concentrar la vista sólo en la estructura de ambas situaciones, se percibirá que los presidentes asumieron débiles, condicionados por los factores de poder que habían consumido a cada uno de sus predecesores, y fueron muy exitosos en reconstruir poder presidencial y gobernabilidad usando, como en el judo, la fuerza del adversario, a quien absorbieron (lo que Sum-Tzu recomendaba En el arte de la guerra: “conservar intacto al enemigo” engrosando las propias filas).

Ni Menem era genuinamente un conservador, sino más bien todo lo contrario, un estrafalario transgresor de toda norma; ni Kirchner era un heterodoxo con el dinero ni un romántico guerrillero, sino más bien todo lo contrario, el más conservador financista público del que se haya tenido memoria, que no gastó los fondos de su provincia sino los envió al exterior (encima en los bancos que tanto tuvo que criticar) y fue también uno de los menos parecidos al romántico guerrillero guevarista de los ‘70. Pero el imperio de la realidad obligó a los dos presidentes a ajustarse al único papel que podían representar con éxito.

En el citado reportaje al líder de Quebracho, Esteche sostiene que ni Alfonsín juzgó a la juntas de comandantes, ni Kirchner derogó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sino que cualquiera que le hubiese tocado gobernar en ese momento tendría que haberlo hecho porque la presión social en ese sentido era irrefrenable. Continuando con las comparaciones entre Kirchner y Menem, Quebracho fue lo que el Presidente no quiso, no pudo o no debió cooptar.

Y Seineldín fue el carapintada que Menem no quiso, no pudo o no debió cooptar. Ambos, Quebracho y Seineldín, quedaron como enemigos acérrimos del Gobierno demostrando que no hay peor astilla que la del mismo palo. Seineldín no demandaba indultos ni perdones sino reconocimiento a la heroica gesta militar, por lo menos en Malvinas y Nicaragua. Quebracho tampoco se conforma con el descenso del desempleo y un discurso anti FMI, y desea una alianza más estrecha con los adversarios del imperialismo, Chávez e inclusive Irán.

Quebracho y Seineldín, salvando las distancias, son dos excesos sobre el discurso dominante de una época, que luego pueden sonar patéticos o arcaicos pero son el mejor exponente arqueológico de lo que era la Argentina de 2001 y de 1989.
Si la economía Argentina continúa creciendo, quizá dentro de algunos años palabras como Quebracho o piqueteros queden en el olvido, como carapintadas se quedó para siempre en los 90.

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