viernes, 18 de abril de 2008

- DIFERENCIAS -




El Barón de Pernambuco



Por Silvia B. García
Para LA NACION
Ilustración: Alfredo Sabat



“El hombre salió de un pequeño hogar africano; se repartió lentamente en Africa y después en el mundo entero...” Hubert Reeves, Joël de Rosnay, Yves Coppens, Dominique Sominnt, La más bella historia del mundo


Debía de tener 4 o 5 años. Era una niña rubia, hija única, criada en un pueblo de 3000 habitantes, a la que le gustaba perderse y hablar con sus amigos imaginarios acerca de los temas que no podía tratar con los adultos. Esa noche habíamos ido a un baile, algo habitual en los pueblos del interior en aquella época. Se hacía en la pista del Juventud Unida Rosquín Club. Mi pueblo se llama Cañada Rosquín (provincia de Santa Fe). Actualmente tiene unos 5000 habitantes. Está en medio de esa inmensa planicie fértil a la que llamamos “la pampa gringa”, es decir, la pampa húmeda que fue trabajada por nuestros abuelos y bisabuelos, todos inmigrantes, y que actualmente produce, básicamente, soja, pero también trigo, maíz y leche.

Era verano y tocaba una orquesta “de afuera”. Las mesas estaban ubicadas, como era habitual, alrededor de la cancha de básquet, lo cual dejaba todo el centro para que las parejas se explayaran bailando recatadamente. Era una noche de verano y yo estaba vestida con una solerita clara y había sido peinada pacientemente por mi madre con un gran rodete.

No recuerdo bien cómo fue que llegué a la escalera lateral del escenario. Subí, y de pronto me encontré con un señor muy alto, negro, vestido elegantemente y que se me apareció, desde mi altura, como un gigante rodeado por una especie de aura celestial. No recuerdo qué me dijo. Lo que sí sé es que me inspiró confianza y que, de pronto, yo estaba en sus brazos, en el escenario y jugando con las teclas del piano. ¡Era el Barón de Pernambuco, el cantante de la orquesta de esa noche! El primer negro que conocí en mi vida y, casi con seguridad, el primero que llegaba a mi pueblo.

Mi madre cuenta todavía hoy que, de pronto, advirtió que yo había desaparecido. Dado que estaba acostumbrada a que yo tomara mis propias decisiones, no se asustó, ya que pensó que estaría conversando con algún conocido. De pronto, ella y mi padre, casi simultáneamente, me vieron en el escenario en brazos del Barón de Pernambuco. Intercambiaron sonrisas cómplices y decidieron que mi madre iría a buscarme y pediría disculpas por mi intromisión. El Barón de Pernambuco me despidió amorosamente; me regaló una foto suya autografiada y me entregó a los brazos de mi madre. Durante mucho tiempo y con una paciencia que sólo se puede ofrecer a alguien muy querido, mis padres, abuelos y conocidos tuvieron que escuchar de mi boca una y otra vez esta historia llena de magia, que aún hoy me enternece y conmueve.

Ese fue mi primer encuentro con el otro distinto. Tuvieron que pasar décadas para que pudiera empezar a conceptualizar la idea del otro, de alguien distinto y que es mi igual, que nos exige que no lo veamos con falsa benevolencia o abnegación autoimpuesta por la mala conciencia, sino simplemente como iguales en humanidad y derechos. En esta tarea, ¡cuánto me ayudó el Barón de Pernambuco!

Muchos de nosotros hemos escuchado y leído acerca de las raíces negras de la payada y del tango, del origen negro de muchas palabras usuales en el español del Río de la Plata, de las comidas que fueron elaboradas por primera vez en Africa y que comemos diariamente sin conocer su origen.

Dado que la Argentina todavía no ha incluido una pregunta específica de relevamiento de población afrodescendiente en sus censos, no sabemos exactamente cuántos afroargentinos hay. Sin embargo, según la Fundación Gaviria, la población afrodescendiente de la Argentina asciende a por lo menos el cuatro por ciento de la población total.

Hubo, como sabemos, una política de inmigración que privilegió a los inmigrantes europeos, por la cual se fue “blanqueando” la población argentina. Los niños en nuestras escuelas saben de la existencia de zambos y mulatos hasta cierto momento de nuestra historia; a partir de fines del siglo XIX parecería que hubieran desaparecido completamente de nuestra realidad demográfica. Cada vez que vemos a un negro en la calle, suponemos que es extranjero.

Esta invisibilidad estadística no es un fenómeno exclusivo de la Argentina. Tampoco se sabe cuántos son los afrodescendientes que pueblan América latina. Las cifras van de 93 millones a más de 120 millones de personas, según distintos organismos; es decir, aproximadamente el 20% de la población total de nuestra región es afrodescendiente.

Las consecuencias de este desconocimiento son variadas, complejas y graves. Si no se sabe si un país tiene población negra, será fácil, entonces, ocultarla, no tener políticas específicas para sus eventuales problemas específicos y, llegado el caso, minimizar los actos de discriminación, racismo y xenofobia sufridos por esa comunidad. Si no existen, ¿cómo serían capaces de ser sujetos de discriminación?

Según lo poco que se sabe, los afroargentinos viven en la ciudad de Buenos Aires, el Gran Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y, en menor cantidad, en otras provincias. Están agrupados en organizaciones de base que tienen como objetivos el rescate de sus raíces culturales y de su autoestima, la ayuda mutua y la defensa ante actos de discriminación y barbarie.

No se sabe mucho tampoco acerca de las condiciones de vida de la población afroargentina. El estudio de la Universidad de Tres de Febrero es esclarecedor, pero se debe tener en cuenta que la población censada es poca y está concentrada en dos barrios: Monserrat, de la ciudad de Buenos Aires, con un 4,3% de población afro sobre su población total, y Santa Rosa de Lima, en Santa Fe, con un 3,5%. Sin embargo, es revelador en cuanto al nivel de escolaridad primaria y secundaria incompletas (sólo el 21,2% tiene primaria completa, y no llegan a terminar la secundaria en mayor proporción que el resto de la población de sus zonas), cobertura médica (65,7% no tiene plan privado o público de salud), calidad de empleo (en su mayoría son operarios, y hay muchos empleados públicos de baja calificación), y nivel de desempleo, que es mayor que en el resto de la población.

En estos aspectos, la Argentina tampoco es original. La población afrodescendiente de América latina sufre las peores condiciones de acceso a la educación, a la salud, al empleo digno y al reconocimiento social y cultural. Esto alimenta una mayor discriminación racial y xenófoba, y el círculo de pobreza, inequidad, injusticia y marginalidad se alimenta y retroalimenta.

Los argentinos nos merecemos un país integrado, un país que reconozca las capacidades y las necesidades de los distintos grupos de la población. Para ello, es necesario saber no sólo quiénes somos, cuántos somos, dónde vivimos y qué hacemos, sino también qué etnicidades nos componen. Aspiramos, entonces, a que el próximo censo nacional, que tendrá lugar en 2010, contemple estas necesidades nacionales, grupales, distintas y similares.

Quizá los descendientes del Barón de Pernambuco puedan reaparecer y permitir que aquella niña les cuente que todavía hoy lo recuerda con ilusión y nostalgia.

La autora es argentina, reside en Chile, se doctoró en Alemania y trabaja como consultora de organismos internacionales.

1 comentario:

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