lunes, 28 de abril de 2008

- FOR SALE -




Por qué se venden nuestras empresas


Por Ricardo Esteves
Para LA NACION
Foto: Kovensky



Si alguien consigue vender una cosa es porque hay otro alguien que la compra. Si a los empresarios argentinos no les interesan sus empresas -conviene aclarar que hay unas cuantas loables excepciones-, éstas atraen el interés de los extranjeros, que las valoran más que los locales y por eso las adquieren. Esta aseveración tan simple y aparentemente tan llena de lógica esconde, sin embargo, más de una consideración.

En primer lugar, ¿cómo no les van a interesar nuestras empresas si se cotizan a precio de ganga? En efecto: empresas similares a las nuestras, con patrimonios y utilidades equivalentes, pero ubicadas en Chile, Colombia, México o Brasil -o hasta en los pequeños países centroamericanos- tienen un valor muy superior al de las compañías nacionales. ¿Por qué ese castigo en el valor de las empresas argentinas?

El contexto económico y las crisis reiterativas (y, en particular, lo endeble del sistema financiero y el mercado de capitales) implican un castigo para los activos empresariales en el país. No solamente juegan en contra las situaciones financieras o jurídicas irresueltas con la comunidad internacional, los contratos incumplidos y la reciente historia de insolvencia y repudio de las deudas, sino también -y, quizá, más importante aún- el temor de los ahorristas locales, fundado en los hechos y la historia, que prefieren colocar sus capitales, con el fin de preservarlos, a bajas tasas en el sistema financiero internacional, cuando no en los colchones, en lugar de sumarse a la ventura del país y sus empresas. Esto es precisamente lo que hace el público inversor brasileño y chileno, por citar dos ejemplos cercanos, apostando y ganando retornos mucho más jugosos de la mano de las triunfantes empresas de sus respectivos países. Movilizados por la confianza y el interés, y no por decretos, financian el crecimiento y valorizan las empresas.

Por definición, la empresa es una estructura en expansión. Proviene del verbo "emprender", que significa "acometer". La empresa que no crece o evoluciona muere. Debe estar -sobre todo en estos tiempos de cambios acelerados- adaptándose a las nuevas tecnologías, ya sea para mejorar la calidad de sus productos o para abaratar el proceso de elaboración. Si no lo hace, se va rezagando y perdiendo mercado, hasta, finalmente, desaparecer.

Para enfrentar esos desafíos de expansión y modernización, debe recurrir al crédito, ya sea en el sistema financiero o en el mercado de capitales. Ellos deben contar con los recursos para apoyarla en las condiciones y los plazos que aquellos desafíos requieren.

Mas allá de que en cada caso puedan pesar distintos condicionantes, para el autor de esta nota el factor clave que induce a un empresario argentino a desprenderse de su empresa es el temor a perderlo todo.

Nuestro país repite cíclicamente crisis que parecen terminales. Todas las crisis argentinas se generan en la imposibilidad de financiar el nivel del gasto, ya sea del sector público o de la sociedad civil. Dicho de otra forma: en la impotencia del Estado para controlarse a sí mismo o para ponerle limites a la sociedad civil en su fervor consumista. Si no se produjeran esos cuellos de botella financieros no habría crisis y la economía seguiría afianzándose a ritmo normal.

¿Cómo es posible que el Estado en Chile, en Brasil y en los otros países estables de la región logre controlar el gasto público y social, con grados que no comprometen el destino del conjunto de la sociedad, y en cambio el de nuestro país no lo haya logrado en tantas décadas de frustración?

La crisis, para nosotros, consiste en bajar bruscamente el nivel de consumo -con los muertos y heridos que esos cambios violentos dejan en el camino- hasta ubicarlo en niveles financiables con el valor de la producción nacional, para luego reiniciar el eufórico andar hacia un nuevo nivel insostenible, que se corrige, una vez más, con otra nueva crisis. Cuando ya no hay caja para sostener el gasto y un ciclo se aproxima a su culminación, el Estado recurre desesperado a los impuestazos, a hipotecar el futuro o a la emisión descontrolada. Esa ha sido nuestra historia económica. Los extraordinarios precios actuales permitirán alargar el ciclo. ¿Podremos romperlo, armonizando el crecimiento del consumo con el de la producción?

En el centro de cada crisis, el crédito y el mercado de capitales -ya de por sí exiguos en tiempos normales- desaparecen por completo. Todas las puertas se cierran para el empresario, en el país y en el mundo. Según la etapa en que lo encuentre en la evolución de su negocio, una crisis puede fundirlo. La mayoría de los que han sobrevivido hasta nuestros días, al menos una vez estuvieron al borde de perderlo todo. En esas circunstancias, el valor de las empresas se evapora, no pueden enfrentar sus compromisos cotidianos y los dueños se ven forzados a optar entre venderlas a precios irrisorios o quebrar. Por eso, muchos de los empresarios que milagrosamente han superado la crisis, cuando sale nuevamente el sol, la situación parece normalizarse y sus empresas retoman un valor mínimamente razonable -aunque, como se ha dicho, mas bajo que en otros países de América latina-, aprovechan para vender y proteger así el patrimonio familiar.

Esas mismas crisis cíclicas son las que hacen que el sistema financiero y el mercado de capitales, columnas vertebrales de la economía de mercado y del desarrollo, padezcan de raquitismo en la Argentina, y sean, por tanto, incapaces de sostener la estructura productiva del país cuando los vientos fuertes arrecian en contra.

¿Cómo, entonces, los empresarios extranjeros compran, a pesar de esos riesgos? Muy simple. Ellos tienen sus bases en países en los que aquellos sistemas (el financiero y el bursátil) son sólidos y operan con liquidez y estabilidad. Y si hay crisis en nuestro país, se financian sin mayores problemas en sus países de origen hasta que la tormenta pase en la Argentina y se recuperen los niveles de venta y producción.

Ellos parten de un portaaviones que es seguro y confiable. En cambio, el argentino tiene la pista inclinada, hace agua en la sala de máquinas y hasta es posible que la información que ha dado sobre su ubicación sea incorrecta.

Ser empresario en esas circunstancias es como jugar a la ruleta rusa. Además, y para colmo, es mal visto por gran parte de la sociedad y el sistema de poder. Es verdad que el sector empresario ha contribuido a ello con su pasividad y con la mala conducta de algunos de sus integrantes, o de aventureros que las quieren jugar de empresarios, o son así caratulados.

Así las cosas, la Argentina va perdiendo su clase empresaria y dilapidando los liderazgos en sectores productivos en los que cuenta con ventajas competitivas para estar a la cabeza en el mundo.

El último ejemplo es el del negocio de la carne, donde empresas fundamentales del sector han pasado a manos brasileñas. Más allá del gran respeto que nos merecen los empresarios del país hermano y del correcto tratamiento que nos corresponde darles, es increíble que con la tradición, la experiencia y las ventajas naturales de la Argentina para producir, elaborar y comercializar la carne vacuna, justo en el momento en que se vislumbra un proceso mundial de revalorización del producto, cedamos despreocupadamente el control de ese negocio. Si además del contexto general adverso señalado, los industriales de la carne deben soportar arbitrariedades en contra de su rentabilidad para subvencionar el consumo (amén de agravios y descalificaciones) es fácil entender cómo a partir de un propósito de coyuntura, consumista y no productivo, se promueve la desnacionalización de un sector industrial. Como señal de agradecimiento, deberían en Brasil ponerle a una plaza o a una calle el nombre de algún secretario argentino. No contempla este análisis el caso de los empresarios ligados al poder, porque ellos juegan con otras reglas y, por lo tanto, no necesitan vender. Colaboran, además, con los detractores del empresariado, haciendo que se identifique con su imagen todo el sector.

Es cierto que las crisis pasan, y nuestro país nunca pierde su gran potencial: apenas si se marchita. Los que perdemos somos los argentinos, que, desconcertados, no adivinamos la raíz de nuestra desgracia y buscamos agentes exógenos para endilgarles las culpas. Pero el país está allí, maravilloso y compasivo, aguardando el milagro de nuestra responsabilidad.

El autor es empresario y consultor.

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