miércoles, 29 de octubre de 2008

- 1/4 DE SIGLO -




Un día milagroso


Por Luis Gregorich
Para LA NACION




La memoria personal, diferente de la memoria histórica, se construye con incesantes repeticiones y con espacios irrepetibles. Además de la religión y de la filosofía, el arte nos permite constituirnos una y otra vez, auxiliado ayer por las viejas técnicas de transcripción e impresión de las palabras y hoy por las más modernas de reproducción del sonido y de la imagen. El gol (el bueno, no el de la mano de Dios) de Maradona a los ingleses lo hemos visto infinidad de veces. ¿Cómo cansarse?

Para quien ama especialmente, por ejemplo, la música, la literatura y el cine, hay pocos límites para el ritual. ¿Quién podrá impedirme que vuelva a escuchar, cuantas veces quiera, el quinteto y el concierto para clarinete de Mozart? ¿O las trompetas de Louis Armstrong o Miles Davis? ¿O el bandoneón de Ciriaco Ortiz? ¿O la voz de Kathleen Ferrier, en un aria de oratorio o en una canción folklórica inglesa? ¿Quién se atreverá a obstaculizar que relea, cien veces, a Rimbaud, a San Juan de la Cruz, a Cernuda, a Borges o a Saki, en esta disposición o en otra, sin orden alfabético o cronológico? ¿Quién me negará la posibilidad de volver a maravillarme con mi viejo video del Amarcord, de Fellini?

En cambio, el nacimiento de un hijo y las jornadas históricas (llamémoslas así, con toda solemnidad) no se pueden recrear plenamente en nuestra conciencia o en nuestra emoción, aunque exista hoy la posibilidad de filmarlos y grabarlos hasta en sus últimos detalles. Se los puede, eso sí, mitificar, manipular o banalizar. O, asimismo, recordar entrecortadamente, con la modesta luz que puede arrojar un actor secundario, que procura ser fiel a ese momento vivido, pero con pocas esperanzas de lograrlo. Tal es lo que me propongo con mi propio recuerdo, imperfecto y parcial, del 30 de octubre de 1983, hace un cuarto de siglo, día en que unas elecciones democráticas cerraron una etapa oscura para el país e inauguraron otra, más prometedora.

Nos parecía, con algo de ingenuidad, que esa jornada de esperanza y cambio sería capaz de aventar definitivamente los fantasmas de la tragedia argentina. Tras una sucesión inestable de gobiernos civiles (elegidos con proscripciones) y regímenes surgidos de golpes militares, la última dictadura castrense cometió, entre sus muchos pecados, dos imperdonables, aunque de orden diferente: uno, matar cobardemente a miles de prisioneros de guerra y simples sospechosos; otro, ser lastimosamente derrotada en la guerra de las Malvinas. La retirada militar que siguió, la consiguiente apertura política, la notable ola de participación popular y la ebullición intelectual que signaron la nueva etapa habrían de desembocar en la convocatoria del 30 de octubre. La democracia, esa utopía, ¿estaba al alcance de la mano? ¿Seríamos capaces de reconstruir la patria y convertirla en un territorio humano más razonable, mejor protegido de la intolerancia y del egoísmo?

Después de almorzar ese domingo, fuimos a votar con mi mujer a una escuela cercana a la estación de Caballito y a nuestro departamento, en el que hoy seguimos viviendo. La obligada abstención no había entumecido los músculos de la gente; se notaba un interés y un entusiasmo contagiosos. Los actos de cierre de campaña de los dos grandes partidos, el peronismo y el radicalismo, habían movilizado a millones de personas, sin que nadie se sintiera presionado.

Por la tarde, según lo planeado, fuimos a esperar los resultados al departamento del (entonces) matrimonio formado por Martha Bianchi y Luis Brandoni, cerca del Jardín Zoológico. Eramos parte de un así llamado "Taller de Cultura y Comunicación Social", dentro del CPP (Centro de Participación Política), que sostenía la candidatura del radical Raúl Alfonsín. Sólo mencionaré a unos pocos de su cerca de un centenar de integrantes (algunos ya lamentablemente desaparecidos): María Esther de Miguel, Alejandra Boero, Aída Bortnik, Hebe Clementi, Manuel Antín, Carlos Gorostiza, Marcos Aguinis, Santiago Kovadloff, Alfredo Iglesias, Pacho O?Donnell, Osvaldo Bonet, Luis Torres Agüero, Javier Torre, Eduardo Belgrano Rawson, Iván Cosentino. Perdón a los que no nombré.

Unos cuantos de esta nómina estaban con nosotros en lo de Brandoni. Otros, después de votar, se recluyeron en sus respectivos hogares, o salieron de la ciudad para tomar distancia y no sufrir tanto la espera. La vigilia había sido larga. Hacía un año que veníamos trabajando en las propuestas culturales de Alfonsín, y habíamos redactado el capítulo correspondiente a cultura en la plataforma de la Unión Cívica Radical, por primera vez como apartado autónomo, desgajado de la educación. Nos reconfortaba saber que los otros partidos también habían estructurado prestigiosos grupos asesores de cultura, y en especial el peronismo, con el que manteníamos fraternales reuniones de debate, sin que se descuidara la competencia política. Creo que no volví a experimentar, en los años que siguieron, un parecido clima de consenso en las cuestiones esenciales. Es cierto que nos unía la necesidad de no recaer jamás en el abismo de la dictadura.

El horario de votación había concluido. La radio y la televisión empezaron a transmitir los primeros resultados, primero extraoficiales y después oficiales. El teléfono sonaba sin cesar. Las cifras iniciales parecían confirmar lo que el sentido común rechazaba (pero que buena parte de las encuestas habían advertido): la derrota de Italo Luder, candidato peronista, y la victoria de Raúl Alfonsín. Ya era de noche cuando todo estaba definido. Y entonces resolvimos salir a la calle y, junto con miles y miles de compatriotas, celebrar este día milagroso. Nuestro destino final era el Comité Nacional del radicalismo, en Alsina y Entre Ríos. Nos esperaba una larga caminata.

En medio de calles y edificios embanderados, cruzándonos con manifestaciones eufóricas que marchaban por la ciudad, tomamos por la avenida Santa Fe y no nos desviamos hasta llegar a Callao, que en forma recta nos llevaría al Comité Nacional. En el camino, nos encontramos también con grupos de manifestantes peronistas, algo desconcertados, que se negaban a aceptar los resultados que se iban conociendo. Mentiría si dijera que en esos cruces existió el menor conato de agresión o intolerancia. Por el contrario, fue de las muchedumbres triunfantes desde las que partió alguna consigna exagerada, profetizando que el peronismo "no volvería nunca". Nuestro objetivo no era ése, sino otro más modesto y ?creo? más sensato. Se trataba de demostrar que no existía tal invulnerabilidad electoral del peronismo, que otro partido mejor equipado para el momento histórico que se vivía podía ganar, y que este hecho podría representar el nacimiento de un nuevo sistema político bipartidista en la Argentina, con alternancia en el poder y un acuerdo sobre asuntos de Estado básicos a la manera del Pacto de la Moncloa.

Ya era entrada la noche cuando llegamos a la calle Alsina, donde se había reunido una impresionante multitud. Y allí, en medio de gritos, vítores y sobre todo una extraordinaria sensación de optimismo frente al futuro, volvimos a escucharlo a Alfonsín, con su rezo laico y su siempre renovada fe en la democracia. Estaba concluyendo una jornada histórica y, esta vez, teníamos el orgullo de poder decir: hemos participado.

Con las pocas fuerzas que nos quedaban ?serían las 3 o 4 de la mañana del día 31?, mi mujer y yo emprendimos el regreso a casa, pero sólo pudimos llegar caminando a Plaza Once. Allí el cansancio nos obligó a tomar un tren suburbano que nos dejaría, finalmente, en Caballito, la primera estación de la línea que iba hacia el Oeste. Llegamos a casa exhaustos y nos fuimos a la cama. El sueño fue corto, pero feliz. El lunes empezaba todo de nuevo.

A 25 años, el balance de lo que hemos vivido no puede menos que ser ambiguo y melancólico. El sistema político estable que ambicionábamos está lejos de haberse constituido. Uno de los dos grandes partidos se ha desintegrado, y sus pedazos pugnan por rearmarse en medio de grandes dificultades. El otro partido sigue ejerciendo una dudosa hegemonía y también está dividido, pero su don para la metamorfosis le permite sucederse a sí mismo, al ajustar, simplemente, el reloj ideológico. Un formidable viento de cola del comercio internacional, que permitió nuestro mayor crecimiento en varias generaciones no pudo, o no supo, contribuir al consenso político y a desterrar los enfrentamientos inútiles. Ahora ya ese viento ha cambiado de dirección y, en poco tiempo más, nos sacudirá como a plantas en la tormenta. Ojalá podamos llegar enteros a esa prueba.

Recomiendo escuchar uno de los fragmentos más bellos y estremecedores de la historia de la música: el coro final de La Pasión según San Mateo, de Bach, en el que, extraordinariamente, el dolor se mezcla con la esperanza y la pasión con la resignación. Así, sin compromisos fáciles, sin soluciones mágicas, hay que apostar por el destino argentino.

Y permítase, desde aquí, tributar una muestra de homenaje y respeto a las dos figuras que, al abrir y cerrar este cuarto de siglo, consagran los pesares, pero también los beneficios de la democracia: con afecto incondicional al ex presidente Raúl Alfonsín, y con los mejores deseos aun en el desacuerdo a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

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