jueves, 9 de octubre de 2008

- TIEMPO PASADO -




Nuestros años felices


Por Quintín
Dario Perfil



Tulio Halperin Donghi afirma que fue muy grato para él escribir. Son memorias y ese placer se traslada al lector por más de una razón. En primer lugar, mientras el adoctrinamiento al uso oficial nos impone las anécdotas del pasado como pertrechos para la batalla del futuro, asistimos con asombro a la alquimia por la cual un historiador verdadero como Halperin integra los recuerdos personales en un proyecto que no deja de ser parte de su disciplina.

Es que si un historiador ha de ser fiel a sí mismo, no puede contar su infancia y su juventud (el libro se detiene en 1955) como cualquier hijo de vecino, sino a partir de que sus propias memorias constituyen una fuente útil pero para nada irrefutable de una narración que las debe integrar en un contexto más amplio, ya que esos materiales “han sido tan mutilados por el azar como los de cualquier otra narrativa histórica [...] partir de los cuales sólo podrá armarse un relato coherente tras definir con alguna precisión las preguntas a las que ese relato intenta responder”.

Como ocurre con la obra de Halperin en general, esas preguntas pasan a ser el gran secreto de su narración, el enigma que el lector se obliga a resolver sin que pueda evitar un resto de perplejidad al final del camino. Por las mismas razones, es un escritor que se resiste a ser glosado, incluso citado. Pero también por ese estilo de frases kilométricas, en el que cada verbo obliga al minucioso rastreo de su sujeto y la expresión “este último” puede corresponder a lo enumerado diez líneas antes, se atribuye a la reacción contra una escritura temprana de frases cortísimas.

Además de haber dejado la vecindad de Hemingway por la de Proust, Halperin concluye el libro confesando que empezó su vida y su carrera creyendo que el mundo iba en una dirección determinada (lo que en ese entonces se entendía a grandes rasgos por “el progreso”, al que se oponía el nacionalismo clerical de entonces) para encontrarse a los 82 años frente a la sospecha de que no hay claves para identificar la nueva época en la que parece haber ingresado la humanidad. En particular, para predecir el futuro de la Argentina una vez agotado el proyecto de país que “se enorgullecía de tener dos maestros para cada soldado” y que llegó a ser una fiesta de la prosperidad y la inclusión. Un país en el que hasta el frío del invierno, esa sensación que signó la infancia de varias generaciones de porteños, podía ser también erradicado.

Aunque en general Halperin mantiene su propósito de contar sólo lo que se integra en una mirada de más largo plazo, no se priva de deslizar ciertas ironías ni de darse algunos gustos retrospectivos. Entre las primeras, es cierto que a Perón lo llama por su nombre y no “el tirano prófugo”, pero cada tanto lo designa con el sangriento mote de “artífice de la comunidad organizada”.

Entre los segundos, no deja de honrar a César Milstein, futuro premio Nobel, al hablar de su resistencia a los comunistas desde el anarquismo. Ni de deshonrar a Antonio Cafiero, futuro justicialista polifacético, con el recuerdo de su entrevista con Evita para pedirle que la purga de opositores entre los docentes de Ciencias Económicas fuera aún más exhaustiva.

Como quien viaja en extrañas compañías, Halperin narra sus años juveniles y el despertar de su vocación en simultáneo con el ascenso del peronismo, su propia militancia en las huestes contrarias al régimen y la convivencia con un proceso frente al que quienes lo rodeaban se equivocaron dos veces: cuando no creyeron que la Unión Democrática podía perder las elecciones y cuando la caída de Perón los sacó del estupor al que se habían resignado.

En su estilo ligeramente sibilino, Halperin parece advertir a los opositores actuales que el peronismo suele ser tan impredecible en su tenacidad para resistir las dificultades como en su vocación para precipitarse vertiginosamente en el fracaso.

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