viernes, 31 de octubre de 2008

- AGRO -




Los que trabajan la tierra


Por Malena Gainza
Para LA NACION



En medio de la crisis financiera mundial, el modo como nuestra presidenta se regodeó al hablar de la presunta inmunidad argentina a la onda expansiva del "efecto jazz" sonó, amén de poco solidario, tan pueril como pueril sería quien se alegrara de tener una casa con sótano en medio de una explosión nuclear.

Además, llamaron la atención sus infundados alardes. Dijo: "Mientras en otros países están salvando bancos, nosotros les damos plata a los que trabajan la tierra". En realidad, los países del Primer Mundo siempre les dan plata a los que trabajan la tierra, mediante generosos subsidios estatales a su producción agropecuaria, una competencia desleal para la producción argentina que nuestra diplomacia no logra neutralizar.

Si bien la banca mundial hoy se beneficia con un salvataje estatal en la mayor crisis financiera de la historia, los que trabajan la tierra en el Primer Mundo, con crisis o sin ella, han recibido, reciben y recibirán apoyo permanente de sus gobiernos, fieles al principio de cuidar la mesa de su gente. A la inversa, los gobiernos argentinos han obligado a los que trabajan la tierra aquí a subvencionar la industria y la banca durante décadas y a darles mucha plata a "los que trabajan la política", a través de distintos mecanismos fiscales perversos.

Nadie mejor que los productores agropecuarios argentinos para comprender el reciente enunciado presidencial en el sentido de que la tierra es un bien de trabajo y producción, porque para ellos la tierra es el piso de su fábrica de materias primas (valga la paradoja) y no un negocio de especulación inmobiliaria para revolear en el mejor momento al mejor postor como, por ejemplo, terrenos en El Calafate o lotes en algún country.

Los que trabajan la tierra en la Argentina no han pagado por ella los valores siderales del mercado actual (o los de hace quince días). Jamás podrían hacerlo con el fruto de su trabajo. Han heredado la tierra de antepasados estancieros o de colonos gringos que, de diferentes maneras, creyeron en el país y se jugaron por él, creando riqueza y fuentes de trabajo genuinas, con responsabilidad y patriotismo (y paciencia, hasta hoy, ilimitada), no para después vender la tierra y embolsar el dinero, sino para legar a sus hijos un medio de vida rentable, en un país agropecuario, como el nuestro.

Sin embargo, según el actual modelo económico, los que aquí trabajan la tierra no sólo deben pagar los impuestos de cualquier actividad comercial, sino que, sumada a la exacción del impuesto a las ganancias, ahora padecen una confiscación del 35 por ciento de su producción, por medio de unas mal llamadas retenciones a la exportación.

Estas disfrazan un impuesto inconstitucional a la producción agropecuaria, porque los únicos que sufren retenciones son los productores (jamás los exportadores), en cada venta a molinos, aceiteras o cerealeras, tanto para el grano de exportación, como para el de consumo interno. Y así el Estado beneficia, a costa del campo, a múltiples y variadas industrias nacionales (alimentación, combustibles, farmacéutica, pinturería, cosmética, etc.) cuyo motor es la producción agropecuaria

En consecuencia, la mezquina limosna estatal que nuestra presidenta propinó recientemente con sorna y a regañadientes (enojada con la nueva e inusitada rebeldía del campo, que la ciudadanía respaldó), no significa "darles plata a los que trabajan la tierra". Apenas se les está devolviendo una ínfima parte de la rentabilidad confiscada, y sólo a aquellos que, por culpa de una feroz sequía, han visto morir de hambre y de sed a su ganado y ?¡oh, ironía!? no han podido trabajar la tierra?

La magra compensación adjudicada, lejos está de cubrir pérdidas de cosecha o de ganado. Tampoco hay flexibilidad fiscal para los productores que se arriesgaron a sembrar con escasez de agua, invirtiendo en insumos dolarizados y sacrificando su capital de trabajo en astronómicos anticipos de ganancias, calculados sobre la base de los altos rindes y elevados precios internacionales de la cosecha anterior, y que ahora, jaqueados tanto por la sequía como por la baja internacional del precio de las commodities, ven esfumarse la rentabilidad presupuestada para sus planteos productivos.

¿Cómo financiarán su próxima campaña (agrícola)?

Los caprichos meteorológicos, impredecibles e inevitables, obligan a la gente de campo a aceptar sus perjuicios con resignación. No así la inflación dolarizada y los impuestos abusivos (para colmo, anticipados al resultado anual de la empresa), que licuan el capital de trabajo y frenan una inversión productiva capaz de brindar mucho más bienestar a la población que cualquier gabela pergeñada por el Estado para subvencionar votos e ilusiones.

Nuestra presidenta, antes de decretar medidas que afectan a un sector de la economía tan nuevo para ella como crucial para el país, necesitaría escuchar la opinión de gente experta en la actividad agropecuaria.

Urge el diálogo sincero entre las máximas autoridades del país y la Mesa de Enlace, con un ministro de Economía que sepa de campo; sin rencores ni mezquindades entre las partes; con ecuanimidad, respeto mutuo, responsabilidad y patriotismo, en un debate donde ningún sector ?incluido el político? pretenda salvarse a costa de los demás, y con la visión de estadista que el país reclama y que todos esperamos de nuestra presidenta, al menos durante tres años más.

La autora es productora agropecuaria y artista plástica.

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