domingo, 19 de octubre de 2008

- ATRAS -





El pasado que resiste a irse



Por JAMES NEILSON, periodista y analista político,
ex director de “The Buenos Aires Herald”
Ilustración: Pablo Temes - Revista Noticias



Como ocurre en todos los países que se ven dominados por personas que son reacias a dejar atrás un período confuso de lucha interna en que muchas asumieron posturas que más tarde lamentarían, en la Argentina quienes hablan más de la importancia de la memoria también rinden culto al olvido. Puesto que para ellos el pasado existió para legitimar sus puntos de vista actuales, se concentran en aquellas zonas que a su juicio les sirven y procuran borrar todas las demás. Es lo que hicieron los Kirchner a partir de mayo del 2003. Conscientes de que figurar como paladines de los derechos humanos les granjearía prestigio internacional y, en casa, les permitiría por lo menos neutralizar la minoría influyente que está conformada por izquierdistas de planteos revolucionarios y los muchos progresistas que son proclives a cohonestar sus pretensiones, hicieron de los militares que participaron de la guerra sucia los blancos principales no sólo de sus diatribas sino también de una ofensiva judicial. En cambio, pasaron por alto los crímenes cometidos –por suerte en escala menor aunque sólo fuera porque carecían de los recursos para llevar a cabo una matanza generalizada– por los integrantes de las sectas terroristas.

Por un rato, la estrategia funcionó. Cristina de Kirchner, transformada de la noche a la mañana en Madre de Plaza de Mayo honoraria, ha podido disfrutarse desempeñando el nuevo rol que eligió en distintos lugares de los Estados Unidos y otros países donde la aplauden bienpensantes locales impresionados por sus dotes retóricas y su preocupación por la justicia universal. En el gremio político internacional, su presunto compromiso con los derechos humanos constituye su carta de presentación más valiosa. Por su parte, Néstor Kirchner no tuvo empacho en dar a entender que ha sido el único presidente nacional con las agallas necesarias para enfrentarse con las antes todopoderosas Fuerzas Armadas, lo que es absurdo en vista de lo que hizo Raúl Alfonsín, pero parecería que la Argentina era un país de amnésicos ya que muchos estaban preparados para creerlo. Más importante aún, merced a su voluntad de cazar a militares y policías acusados de delitos de lesa humanidad cometidos treinta años atrás o más, la pareja logró instalar la idea de que milita en el lado izquierdo de la cancha política, de este modo amordazando a quienes, de tomarlos por derechistas autoritarios, los criticarían con su ferocidad habitual por la naturaleza intrínsecamente corrupta de su Gobierno y por su incapacidad manifiesta para impedir que la sociedad argentina siga siendo todavía menos equitativa de lo que era en los supuestamente catastróficos años noventa.

Pero los tiempos han cambiado. Son cada vez menos los dispuestos a tragarse la versión oficial kirchnerista de la historia reciente del país. Si bien pocos se oponen a la deslegitimación definitiva de lo hecho por los militares cuando gobernaban el país, ya son muchos los reacios a tolerar la legitimación implícita de lo que hicieron los asesinos terroristas con los cuales los Kirchner parecen identificarse. No es una cuestión de reavivar la llamada teoría de los dos demonios: la verdad es que sólo hubo uno. Tanto los militares como los montoneros, erpistas y otros compartían la convicción de que Dios o la Historia los había puesto por encima de las despreciables leyes burguesas de modo que, siempre y cuando sus intenciones eran “nobles”, tenían derecho a disponer de la vida, libertad y propiedad ajenas tal y como se les antojara. Si bien en la Argentina la Justicia discrimina entre las atrocidades perpetradas por los empleados del Estado, como los militares y policías , y por el sector privado -como los montoneros-, juzgándolos prescriptibles, en términos morales tales distinciones carecen de valor.

Por lo demás, los familiares, amigos y simpatizantes de quienes fueron asesinados por el Estado usurpado por los militares, distan de ser los únicos que quieren que la historia se acuerde de su tragedia para que la vida truncada de los muertos (“sus muertos”) tenga algún sentido. También lo quieren los deudos de los asesinados por terroristas, entre ellos militares, policías, empresarios y, desde luego, sindicalistas. He aquí una razón por la que la reapertura de la causa por el crimen de quien era el secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, es tan importante. Después de años en que la Justicia se limitó a investigar los delitos cometidos por los represores para entonces castigar a los encontrados culpables, se ha reactivado un caso que tal vez no culmine con el encarcelamiento de los perpetradores pero que al menos debería de contribuir a recordarnos que la guerra sucia no era una lucha entre idealistas acaso equivocados y bestias que los perseguían brutalmente sin motivo alguno, sino algo mucho más complicado.

Es fácil olvidarlo, pero en la década miserable de los setenta abundaban los sujetos -uniformados o civiles, revolucionarios o reaccionarios, lo mismo da- que creían que la mejor forma de ayudar al país consistía en matar a los que en su opinión eran símbolos del mal. Tales criminales, y los predicadores del odio que celebraban sus proezas viles, despejaban el camino que conduciría ineluctablemente al Proceso. La Argentina de aquellos tiempos, escenario de una restauración peronista delirante, olía a muerte, razón por la cual lo que sobrevino después no sorprendió a nadie. Tan harta estaba la gente de la violencia terrorista y la soberbia de las “organizaciones armadas” que antes de la Guerra de las Malvinas sólo una minoría reducida, la que no incluía a los Kirchner, protestaba contra la violación sistemática de los derechos humanos por los militares y sus auxiliares.
En su libro “Operación Traviata”, Ceferino Reato se ha encargado de eliminar las dudas falsas que se han generado sobre la responsabilidad de Montoneros por “la liquidación” de Rucci, un aliado estrecho del que entonces iba a ser el presidente Juan Domingo Perón que dos días antes había conseguido un triunfo electoral abrumador. En un esfuerzo por alejarse de lo que ellos mismos reconocerían fue un “error” -el que de todos modos fuera un crimen no les inquietaba-, propagandistas de la juventud maravillosa, antes celebrada por Perón, intentaron endosarlo a la Triple A, a pesar de que esta organización siniestra aún era embrionaria y de todos modos no tendría por qué ensañarse con Rucci, pero pocos, muy pocos, se dejarían engañar por la maniobra así supuesta. Como todos sabían, en 1973 los terroristas libraban una guerra gangsteril contra la “burocracia sindical”, la que por su parte se defendía con su violencia habitual, de suerte que pudo darse por descontado que los autores del asesinato eran miembros de la organización Montoneros aun cuando no lo reivindicaran.

Para los Kirchner, el asesinato de Rucci y otros sindicalistas por terroristas montoneros es un problema engorroso desde que decidieron buscar un refugio político en el peronismo tradicional. Mientras se imaginaron los líderes naturales de un nuevo movimiento progre, desdeñaron a los caciques peronistas toscos que no querían saber nada de la izquierda marxista ni de los “idealistas” que habían sembrado la muerte en sus filas, pero últimamente han llegado a la conclusión de que dadas las circunstancias no tienen más alternativa que la de procurar congraciarse con ellos.

Además de deslizarse hacia la ortodoxia económica, el matrimonio se ha hecho más peronista y por lo tanto no ha podido minimizar, como meramente anecdótica, la muerte de Rucci a manos de una banda de la que ciertos veteranos encontrarían un sitio cómodo en el kirchnerismo de la fase inicial. Por el contrario, los Kirchner tienen que mostrar a los compañeros, sobre todo al jefe de la CGT, Hugo Moyano, que el asesinato de su precursor les duele tanto como las de tantos militantes de otras facciones peronistas y de la izquierda, razón por la que Cristina recibió a la viuda y los hijos de Rucci en Olivos donde les dijo que ella también quería que la investigación judicial sirviera para aclarar la verdad. Puede que esto ocurra, pero puede que Moyano, que cree que se trató de un crimen de “lesa humanidad”, no se conforme con un resultado que deje libres a los responsables.

En los tiempos difíciles que ya han comenzado, los Kirchner no podrán darse el lujo de ofender a los sindicalistas que, de quererlo, podrían hacerles la vida imposible. Desgraciadamente para el matrimonio, la trayectoria de hombres como Moyano no se parece en absoluto a la de los progresistas que se han dedicado a darle un barniz de respetabilidad políticamente correcta, puesto que proceden del otro extremo ideológico. Resolver dicha contradicción no será sencillo, ya que a esta altura la Presidenta y su marido no pueden tratar a los ex terroristas con la misma severidad que han manifestado para con los militares, pero incluso si se limitan a adoptar una actitud hacia el pasado que sea menos sesgada que la estrenada en el 2003, correrán el riesgo de enojar a una proporción significante de sus ya escasos partidarios actuales.

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