jueves, 2 de octubre de 2008

- LIDERAR -




Liderazgo para tiempos difíciles

Por Natalio R. Botana
Para LA NACION



El concepto habitual de liderazgo alude a una situación de superioridad. En la actualidad, debido a las transformaciones que por doquier afronta la práctica de la democracia, los liderazgos ascienden y descienden a un ritmo vertiginoso. La opinión expresada en las encuestas es responsable de estos vaivenes, y también las movilizaciones, las protestas y el constante cuestionamiento a los gobernantes expuesto por diversos medios de comunicación. Es que la superioridad de los dirigentes en las democracias de principios del siglo XXI es tan volátil como las creencias de una cambiante ciudadanía.

Esta relación es, en principio, positiva, porque ubica a la democracia en un plano exigente de horizontalidad. No lo es, en cambio, cuando las estructuras representativas pierden prestigio, los parlamentos se transforman en furgón de cola de los intereses sociales prontos a capturar el espacio público y los partidos políticos no pueden cumplir con su función primordial de ofrecer a la ciudadanía un proyecto fundado en valores comunes y en la capacidad para realizarlo.

Todo esto viene a cuento a propósito de los procesos de reestructuración de los liderazgos actualmente en marcha. Por un lado, es evidente que las apetencias hegemónicas de un gobierno atrincherado en la ciudadela del Poder Ejecutivo han cedido el paso a un estilo en el cual el papel del Congreso y las demandas federales de las provincias se acrecientan. Desde luego, ignoramos si esas aperturas tácticas habrán de fructificar en buenas leyes y en una estrategia que avizore el largo plazo.

En estos momentos de crisis financiera internacional, cuando los años prósperos de la globalización están abriendo curso a una etapa dominada por graves incertidumbres, esta voluntad para equiparse de la mejor forma posible es tan imprescindible como difícil de transmitir. Un estilo de gobierno que se regocija con sus aparentes logros y con los fracasos ajenos no ofrece, en este sentido, una correcta solución. Más sensato sería reconciliar la palabra con la acción, para que el país entendiera el cambio de rumbo que, por la propia gravitación de las cosas, se está produciendo.

El Gobierno está, en efecto, modificando su curso ante el pronóstico poco alentador de que la escasez de crédito que se avecina en el mundo concluya imponiendo costos cada vez más duros para satisfacer nuestras obligaciones. Aunque se diga que no hay plan B y que todo sigue igual, las políticas están a la vista: pago al Club de París, reapertura del pago de la deuda pendiente, aumento de la tasa de interés, estabilidad del dólar, caída de la inflación. En una palabra: enfriamiento de la economía.

Si volvemos, pues, a los mercados, es necesario tener presente que lo hacemos en circunstancias en que los observadores más agoreros ya perciben el horizonte de una depresión mundial. Antes podríamos haberlo hecho en mejores condiciones, pero entonces prevalecía, como signo de nuestra propensión al anacronismo, la arrogancia hegemónica dentro de nuestras fronteras y una despreciativa actitud hacia el contexto internacional (en especial, con respecto a los Estados Unidos y Europa). Dado que la nave se interna en un mar borrascoso, los liderazgos deberían modificarse todavía más, so pena de provocar unos naufragios que, lamentablemente, se repiten a la vuelta de las últimas décadas.

En esta abrupta transformación del escenario, la oposición debe hacer sus cuentas. No nos referimos a la contestación social, que suele tomar la calle y las rutas en defensa de su interés particular, sino, sobre todo, a la oposición política en los partidos y, a través de ellos, en el Congreso y el régimen federal del país. ¿Qué oferta de gobernabilidad se puede ir diseñando mientras está virando el viento de cola del que tanto se hablaba?

Lo primero que cabría advertir, después de concluido un capítulo del conflicto con los sectores rurales, es la emergencia difusa de un sentimiento de pacificación al que no conviene hacer oídos sordos. Se trata de un estado de ánimo impreciso, con escasa concreción en el plano de un partido político, salvo algunas proyecciones a título individual que destacan las encuestas. La opinión pública (por definición, voluble) está explorando estas nuevas siluetas, pero estas figuras en trance de "instalarse" (como recomiendan los expertos en comunicación) harían un flaco favor al argumento de la autoridad si al estilo de pacificación no lo respaldara la fuerza que otorgan la organización partidaria y el espíritu de compromiso.

Estos dos aspectos del buen gobierno republicano no tienen aún arraigo suficiente en la dirigencia política. En la orilla del Gobierno prevalece la organización, más o menos sólida, propia de una coalición de gobernantes que ha hecho un uso eficaz para sus fines de esa acumulación de poder mediante leyes de superpoderes y de emergencia. Durante el quinquenio anterior, el espíritu de compromiso sopló muy poco, tal vez porque la afluencia de recursos fiscales y el rendimiento de la economía permitieron disponer de la disciplina parlamentaria y federal necesaria para sustentar la arremetida del temperamento contrario, vale decir, del espíritu de confrontación.

Los datos recientes, en cuanto a la relación de fuerzas en las filas oficialistas, mostrarían que este orden de vertical conducción no contaría ya con los instrumentos que le fueron de tanta utilidad. Sin embargo, aun aceptando estos síntomas de debilidad, es evidente que podrían recuperarse en el caso de que la oposición política insista en profundizar sus divisiones en lugar de perfeccionar el espíritu de compromiso. Mientras el enemigo del espíritu de compromiso en el Gobierno es el sentimiento de confrontación, en las oposiciones lo son el faccionalismo y la creencia de que la verdad y la virtud son patrimonio exclusivo de un partido.

Este último rasgo, que en otras épocas se llamó intransigencia, no es el más indicado para formular coaliciones de gobierno animadas por una responsable ética reformista. La indignación moral frente a lo que acontece (y no cabe duda de que esta mirada provoca a diario impresiones abrumadoras) tiene alas cortas en ausencia de una voluntad política que atraiga e incorpore y, al mismo tiempo, esté dispuesta a enfrentar el descreimiento de los ciudadanos y los "poderes de obstrucción" (así los llama P. Rosanvallon) incrustados en nuestra sociedad.

No vaya a creerse que, con un hipotético cambio de gobierno, esos poderes desaparecerán por arte de magia: en realidad, seguirán actuando en cuanto rincón del espacio público les parezca conveniente, porque son parte indisoluble del carácter que la democracia está adquiriendo aquí, en nuestra región y en el mundo. Estas carencias son como señales rojas para advertir la necesidad de recrear las estructuras partidarias.

El ideal del gobierno representativo apunta a consolidar liderazgos nacidos del seno de los partidos. En gran medida, sobre las ruinas del sistema representativo, Néstor Kirchner pudo montar su liderazgo de confrontación porque hubo un Partido Justicialista que lo acompañó y apuntaló. Pero la hipótesis de un liderazgo sin partido ?de un puro liderazgo de opinión formado al calor de la coyuntura y del impulso mediático? corre el riesgo de diluirse en una desorganizada improvisación. Son consideraciones que acaso valga la pena tomar en cuenta en estos momentos de crisis internacional.

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