jueves, 16 de julio de 2009

- LO QUE VENDRA -




El momento de la coparticipación federal



Con ánimo instituyente


Natalio R. Botana
Para LA NACION
Noticias de Opinión




Casi tres semanas después de los comicios del 28 de junio, el clima político del país se ha modificado abruptamente. Dos factores convergen. El primero es de naturaleza electoral; el segundo, de carácter fiscal. En palabras enfáticas, luego del 28 de junio tenemos un gobierno sin votos y sin caja. Bajando el tono, con ánimo instituyente, podríamos en cambio sugerir que es un gobierno con voluntad de proseguir su mandato con menos votos y menos recursos fiscales. Esto significa que están crujiendo dos de los pilares del kirchnerismo. Los votos, en efecto, se escurren, y el superávit fiscal -ya transformado en déficit-, también.

Frente a estos síntomas de debilidad, el Gobierno ha abierto, una vez más, las puertas de un diálogo en torno a la reforma política. Nadie podrá negar la bondad teórica de este ejercicio; nadie podrá negar, asimismo, la atmósfera nublada por la desconfianza que envuelve estas intenciones. Como ha dicho el líder del bloque de la UCR en el Senado, Ernesto Sanz, no es cosa de echar "un chupetín a la política para entretenerla".

¿A qué apuntan estas maniobras? Debemos considerar tres grandes capítulos. Uno tiene que ver con el control y financiamiento de las campañas electorales y con las internas abiertas y simultáneas para elegir candidatos (obligatorias para los partidos, no necesariamente tienen que serlo para la ciudadanía). Aquí yacen un par de leyes pisoteadas por la incuria. Mientras los partidos ignoran con grosería las ley 25.600 de financiamiento y gastos de propaganda (nos basta con observar en las últimas elecciones la ordalía publicitaria que se salió por completo de madre), la ley 25.611 sobre las internas partidarias fue derogada por el Congreso en 2006, con la oposición del socialismo, luego de ser aprobada en 2002.

¿En qué quedamos? No hace falta mucho diálogo para poner las cosas en orden: aplicar con rigor la ley atinente a las campañas y votar de nuevo en el Congreso la ley 25.611, con las modificaciones que se estimen convenientes inspiradas en experiencias de reformas muy cercanas, por ejemplo en Uruguay y, entre nosotros, en Córdoba y Santa Fe.

Más complicado es limpiar la cara, mediante otras reformas, a nuestro ordenamiento institucional. Sobre estos puntos giró el discurso republicano de las oposiciones que levantaron su voz para eliminar el enjambre de leyes de transferencia de poderes al Poder Ejecutivo.

En este capítulo se inscriben la ley llamada de "superpoderes", la ley de emergencia económica y la ley (por ahora poco coparticipable) del impuesto al cheque. Estos aspectos son tan importantes en cuanto a la reforma política como aquellos vinculados a los procedimientos electorales.

Por este motivo, las oposiciones están anudando un comportamiento en el Congreso que debería culminar en varios debates hacia fines del próximo mes. Tal será la fecha en que se sabrá si esas leyes se prorrogan o se modifican. En realidad, lo que estará en juego en esta instancia es el republicanismo derogatorio que esgrimió un ancho espectro de la opinión. Esas leyes, alegan estos críticos, son malas porque distorsionan el funcionamiento del buen gobierno republicano, achican las facultades del Congreso y mutilan el sentido deliberativo de la democracia.

Estamos pues en el umbral de una trascendente polémica legislativa: ¿es o no es constitucional la delegación de facultades impositivas por parte del Congreso para imponer por resolución del Poder Ejecutivo derechos de exportación? Hay jurisprudencia que dice que sí; otras voces, en especial las provenientes del sector agropecuario, dicen que no; una tercera corriente, en fin, buscaría fijar límites más estrictos a estas emergencias en las que vivimos desde hace tantos años.

Como se ve, corremos el riesgo de caer en una de las tantas trampas a que nos tiene acostumbrados nuestra democracia. En un santiamén hemos levantado el telón sobre un escenario en que el todo dominante radicado en el Gobierno puede reducirse a la nada. Como dice una de las tapas de esta semana del diario El País de Madrid, está planeando alrededor de la actual circunstancia "el fantasma de la desgobernación".

Este es el fantasma que corresponde ahuyentar, lo cual exige un enorme esfuerzo de racionalidad, sin duda instituyente, de resuelto signo plural.

Paradójicamente, de la imposición de quienes creían encarnar el todo hemos llegado al punto en que necesitamos la razón concurrente de todos o, al menos, de aquellos que han cobrado conciencia del difícil tránsito de dos años y medio que tenemos por delante. Las oposiciones tienen por tanto un triple cometido: preparar la alternancia y, al mismo tiempo, apuntalar la gobernabilidad sin declinar el deber de la crítica y el combate contra la corrupción. Es casi la cuadratura del círculo.

La cuestión estriba en saber si el Gobierno, empeñado en defender a ultranza el búnker de sus servidores más fieles, ha tomado nota de que el diálogo no es un mero artilugio de la cultura "gatopardista" para que, a la postre, nada cambie.

Tal vez algunos cambios puedan sobrevenir si miramos con generosidad el horizonte del Bicentenario. No es lo mismo el espíritu del diálogo académico acerca de estos temas (del que ha dado muestras la gestión del ex secretario de Cultura José Nun) que la proyección de ese temperamento al terreno áspero de la política, en particular aquel que se circunscribe al Congreso. Para cualquier conocedor de la política comparada es en ese recinto donde debería madurar este nuevo estilo de hacer política (si es que realmente logra expresarse).

Los partidos podrán desfilar por el Ministerio del Interior, las organizaciones económicas y sociales podrán plantear sus demandas, los expertos emitir su pareceres, pero llegará un momento -por cierto muy cercano- en que esas palabras tendrán que adquirir la altura cívica a la cual aspira la representación política de la ciudadanía. El dato no es menor, porque si hay algo que, desde el punto de vista histórico, siempre entorpece el desenvolvimiento de nuestras políticas públicas es la insuficiencia fiscal del Estado. Este capítulo no debe obviarse. Durante el quinquenio pasado creímos que esta carencia había sido superada. En estos días, a contrapelo de tantas ilusiones, está mostrando de nuevo sus dientes.

Este secuencia circular (siempre volvemos a empantanarnos en el mismo problema) nos advierte que tras los proyectos de reforma electoral y política permanece agazapado este desafío. ¿Se podrá llegar en este tiempo cruzado por obstáculos y oportunidades a echar las bases de una nueva ley de coparticipación federal? ¿O acaso seguiremos a los tumbos, emparchando el gastado material del federalismo?

Mantener el rumbo de esta reforma no es fácil. Habrá que trabajar -como lo exige el inciso 2 del artículo 75 de la Constitución Nacional- sobre la hipótesis de un ley convenio, originada en el Senado, sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, y a la cual deberán adherir las provincias.

De llegar a buen puerto, habríamos legislado con criterio fundacional. De poco vale, en este sentido, seguir postergando los asuntos de fondo mediante la política del avestruz. Con expedientes de este tipo, quizá se pueda salvar, en palabras que Ortega atribuyó a Mirabeau, "la subitaneidad del tránsito" de una crisis a otra; pero seguiremos dando vueltas a la noria de esta malformación institucional.

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