sábado, 5 de enero de 2008

- UTOPIAS -





La fuerza de las utopías

Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Opinión



“Dios ha muerto”, en el siglo XXI, es una verdad a medias, pues asistimos tanto al aparente ocaso de una constelación de valores que sostuvieron durante dos milenios a Occidente como al renacimiento de las religiones que el adagio nietzscheano condenaba al ostracismo.

Lo cierto es que más que una premonición, “Dios ha muerto” es una prueba irrefutable de los laberintos de la historia. Porque una vez que los ideales de la Ilustración invitaron a erradicar, en términos del célebre David Hume, “los males de la superstición”, las religiones –para unos, opio del pueblo; para otros, gracia divina– persisten más vigorosas que nunca.

Y es comprensible que así sea: en la medida en que el hombre se sabe vulnerable ante las fuerzas de la naturaleza y de los otros hombres, la apertura hacia la divinidad es un consuelo para los males presentes, un asilo místico donde la fragilidad de la experiencia humana encuentra un cobijo y donde la promesa de otra vida le otorga sentido a la actual.

Ya no recuerdo quién, en la Grecia clásica, dijo que si los leones creyeran en un dios ese dios se encarnaría en esa figura bestial, pero en cualquier caso ese adagio explica que las tres grandes religiones monoteístas, construidas a imagen y semejanza del hombre, ganen terreno día tras día. Lo dicho vale no sólo para las religiones “oficiales”, pues la proliferación de sectas es una prueba de que, ante la ausencia de sentido último y ante la precariedad de los lazos humanos, esos refugios terrenales se alimentan con los desesperados y con quienes viven con hambre de los otros.

De más está decir que cada quien es libre de creer en lo que quiere y puede. Al fin y al cabo, todos buscamos alguna tabla de salvación, terrena o no, para hacer más soportable la existencia.

El salto cualitativo se produce cuando la religión, asociada al poder político y amparada en un lenguaje mesiánico, somete a las personas en una dimensión absolutamente desconocedora de los rostros de los otros. Y ese fenómeno se da no sólo en las sectas (ni hablar de los suicidios en masa ni de la adoración a un predicador devenido estrella mediática), sino también en las tres religiones monoteístas. Como es sabido, un gobierno conservador como el de Bush es capaz de alentar una confrontación insostenible entre el relato del Génesis y la teoría darwiniana de la evolución; por su parte, entre los peores enemigos del Estado de Israel repugnan los judíos ortodoxos, que han llegado a reunirse con Ahmadinejad, negador del Holocausto y adalid del sueño de aniquilar el Estado donde sus convidados nacieron y todavía habitan. Y ni hablar del fundamentalismo musulmán, que, amparado en el omnipotente discurso de la fe, mutila a sus mujeres y sacrifica a sus santos inocentes.

Olvidando que el sujeto político y jurídico moderno ha luchado por ciertas libertades fundamentales hoy defendidas en las diversas constituciones de los estados democráticos, ciertos seudoprogresistas todavía hoy justifican el régimen castrista crepuscular (aun cuando basta con que la décima parte de lo que narra Reinaldo Arenas en Antes que anochezca sea cierto para despreciar profundamente el derrotero de la revolución cubana). Creyendo vislumbrar un nuevo amanecer, confunden lo que no es sino un aparato teocrático de exterminio con un movimiento emancipatorio de resistencia. En el mismo gesto, defienden políticas criminales que enarbolan las banderas de una violencia perpetrada por presuntos depositarios de una improbable verdad y de una inhallable justicia. Ese controvertido ideario, cuyo único mérito se reduce a ser el contrapoder del sueño americano, ¿qué promesa nos ofrece a cambio? ¿Acaso una biopolítica fundada en la opresión y en la persecución es el mejor de los mundos posibles?

Distantes de todo fundamentalismo, los ideales de la Ilustración continúan vigentes en la búsqueda de la libertad de conciencia y de expresión, en el derecho a la seguridad ante la arbitrariedad del poder, en la protección de la esfera privada y en la promoción de la libertad de asociación, cuyo fin es construir una ciudadanía según el modelo de la representación. El modelo de los derechos humanos condensa, a modo de desiderátum, el anhelo de las sociedades imperfectamente democráticas construidas sobre la base del disenso y de la denuncia. Y aun cuando no se hayan abolido la esclavitud o el hambre –porque hay mujeres, hombres y niños esclavos; porque hay mujeres, hombres y niños con hambre–, en esas sociedades se reconoce la índole nefasta de la práctica de la esclavitud y la inequidad de las hambrunas. Y hasta se lucha por su erradicación. Por cierto, la historia, lejos de ser lineal, es aleatoria y, por lo tanto, impredecible. Sumidas en un escenario paradójico, las vidas precarizadas y desechables, la enorme inequidad y la atroz marginalidad van de la mano de nuevas conquistas sociales, de la prolongación de la vida y de la creación de nuevas técnicas que produjeron el incremento de alimentos en casi todas las regiones del planeta.

Aunque el proyecto ilustrado se asemeje más a la cuadratura del círculo que a una empresa realizable en el capitalismo globalizado que nos toca vivir, su ideario persiste a modo de polo ideal que debería regular las conductas individuales y las prácticas sociales concretas: toda vez que una conducta o una práctica nos aproxima a ese polo ideal –que, como tal, es per se irrealizable–, esa conducta, esa práctica, es moralmente aceptable. Toda vez que nos aleja, es desdeñable en un mundo que aspira, por principios, a ser más justo. Y su índole ideal no lo condena al vacío. Su valor persiste porque constituye el criterio último, el modelo en vista del cual debemos construir nuestras instituciones sociales, más allá de las configuraciones imperfectas en las que se encarnan.

Al fin de cuentas, confrontados a lo que algunos llaman el desencanto del mundo, y a sabiendas de que su realización plena no es más que una utopía, se trata de instaurar principios de justicia válidos para todos los seres humanos como tales e independientes de las diversas tradiciones, en un ejercicio consagrado al respeto de la dignidad humana.

La autora es doctora en filosofía. Uno de sus últimos libros es Inteligencia ética para la vida cotidiana .

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