domingo, 30 de septiembre de 2007

- LAS MUJERES -



Una revolución no tan silenciosa

El acceso de las mujeres a la primera línea de la política argentina fue resultado de conquistas sucesivas, que nos sitúan hoy ante al alentador panorama de contar con varias candidaturas presidenciales femeninas


Opinión La Nación


Hace apenas un poco más de medio siglo que las argentinas adquirieron el derecho al sufragio, luego que hubo transcurrido otro casi medio siglo de demandas del movimiento feminista. Pero la presencia de las mujeres en política es de vieja data: no ha dejado de acontecer al menos desde la época republicana en nuestro suelo. Limitadas en gran medida a la esfera privada y carentes de ciudadanía, esto no significó que no ejercieran opinión, influencia y decisión en los negocios públicos, aunque muchas veces ocurriera de modo velado.

Pero sin duda la obtención del voto constituyó un paso fundamental en el camino hacia la equidad. Todos los partidos de la Argentina, desde la derecha hasta la izquierda, han contado siempre con adhesiones femeninas, pero ha sido escasísimo el reconocimiento a la hora de las candidaturas. La participación de las mujeres en los escaños parlamentarios fue muy importante en 1951 y 1954, las dos primeras oportunidades del ejercicio del voto femenino, con tasas superiores a la experiencia de la mayoría de los países occidentales.

Sin duda fue el peronismo la fuerza que posibilitó el elevado número de parlamentarias, puesto que los partidos de la oposición o bien llevaron un número ínfimo de candidatas o no incluyeron mujeres en aquella década inaugural. Con la recuperación democrática en 1984, el movimiento feminista –y sobre todo la unidad de quienes militaban políticamente– bregó por el denominado “cupo”, conquistado de modo pionero en 1991 y que posibilita que un mínimo de 30 por ciento de las candidaturas recaiga en mujeres.

Desde entonces ha ocurrido una revolución tal vez no tan silenciosa. Se asiste ahora a varias candidaturas presidenciales con mujeres y esto es un paso extraordinario para vencer no pocas prevenciones. No deseo situarme en ninguna posición subjetiva que dictamine acerca de mi preferencia por una u otra candidata. No se trata de mostrar mi opinión acerca de los méritos personales ni de los proyectos que animan a cada una de ellas. Mi punto de vista aquí es que resulta francamente alentador, para quienes hemos apostado a la ampliación de los derechos de ciudadanía de las mujeres, que haya opciones políticas representadas por congéneres.



Las mujeres no son más buenas que los varones, no son menos corruptas y no se pone de manifiesto ningún sentido redentor cuando participan en la contienda por cargos empinados. Se trata simplemente de una cuestión de derechos. Sin duda, como académica y como feminista desearía que las candidatas, presidenciales y a cargos legislativos, se desapegaran de las marcas del estereotipo y que pudieran exhibir los ideales de igualdad entre varones y mujeres. Que pudieran pensarse como mujeres, reflexionando sobre su propia historia en la que con certeza abundaron las dificultades por su condición de género. Que pudieran hacerse cargo del colectivo femenino, de su experiencia inmemorial de discriminación.

Algunas candidatas se cuidan de expresiones “feministas”, tal vez porque rechazan esa identidad o porque caen en la paradoja de percibirla como “políticamente incorrecta”. Sin embargo, las electoras –más allá del límite de su espontáneo feminismo– han aprendido mucho en estos años democráticos y las convence menos el estereotipo, los rituales de “lo femenino”, que las profundas convicciones que puedan exhibir las candidatas acerca de lo que se proponen para mejorar sus vidas, cómo van a contribuir para hacerlas más autónomas y con más derechos.

Por Dora Barrancos

La autora es Profesora Consulta de la UBA, Investigadora Principal del CONICET y Directora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género FFYL/UBA

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